Sonido Fulgor

viernes, 5 de marzo de 2010

El estado estético del hombre. Federico Schiller.



El verdadero secreto de la maestría, en arte, consiste en esto: que la forma aniquile la materia.
La perfección del estilo, en cada arte, consiste de esto: en saber borrar las limitaciones específicas, y, empleando sabiamente lo característico, imprimir a la obra un sentido universal. Y no sólo las limitaciones propias del género de arte que cultiva debe el artista vencer por su labor, sino también las que provienen de la materia misma sobre la que trabaja. 



El estado estético del hombre*
Federico Schiller (1759-1805)


La belleza enlaza y suprime dos estados opuestos.

La belleza conduce al hombre, que sólo por los sentidos vive, al ejercicio de la forma y del pensamiento; la belleza devuelve al hombre, sumido en la tarea espiritual, al trato con la materia y el mundo sensible.

De aquí parece seguirce que entre materia y forma, entre pasión y acción, tiene que haber un estado intermedio, y que la belleza nos coloca en ese estado intermedio. Y, en efecto, la mayor parte de los hombres  fórjase este concepto de la belleza tan pronto como empiezan a reflexionar sobre ella; todas las experiencias lo indican. Mas, por otra parte nada más absurdo y contradictorio que el tal concepto, pues la distancia que separa la materia de la forma, la pasión de la acción, el sentir del pensar, es infinita, y nada absolutamente nada puede llenarla. ¿Cómo resolver esta contradicción? La belleza junta y enlaza junta y enlaza los estados opuestos, sentir y pensar; y sin embargo, no cabe en absoluto término medio entre los dos. Aquello lo asegura la experiencia; esto lo manifiesta la razón. 

Éste es el punto esencial a que viene a parar el problema todo de la belleza. Si logramos resolverlo satisfactoriamente, habremos encontrado el hilo que nos guíe por el laberinto de la estética. 

Se trata de dos operaciones enteramente distintas, las cuales en esta investigación tienen que sostenerse necesariamente una a otra. La belleza, decimos, enlaza dos estados que son opuestos, y que nunca pueden unificarse. De esta opocición debemos paritr; debemos comprenderla y admitirla,  en toda su pureza y en todo su rigor, de suerte que los dos estados se separen con extremada precisión; de lo contrario mezclaremos pero no unificaremos. En segundo término decimos: estos dos estados opuestos los enlaza la belleza, la cual, por lo tanto, deshace la oposición. Mas como los dos estados, permanecen enteramente opuestos, no hay otro modo de enlazarlos que suprimirlos. Nuestra segunda incumbencia es pues, hacer con toda perfección ese enlace, realizarlo con tanta pureza e integridad que los dos estados desaparezcan por completo en el tercero, sin dejar en el todo resultante ni rastro siquiera de la precedente división; de lo contrario, aislaremos, pero no unificaremos. Las disenciones que siempre han reinado en el mundo de la filosófico, y que aun hoy dominan, sobre el concepto de belleza, notienen otro origen que uno de estos: o la investigación no partió de una división convenientemente estricta, o la investigación no se prolongó hasta una unificación enteramente pura. Los filósofos, que al reflexionar sobre este objeto se entregan ciegos a la dirección de su sentimiento no pueden lograr un concepto de la belleza; porque en la totalidad de la impresión sensible no distinguen nada aisladamente. Los filósofos que toman por guía solamente el intelecto no logran jamás un concepto de belleza, porque en la totalidad de ésta no ven nunca sino las partes; el espíritu y la materia, aún en su más perfecta unidad, permanecen para ellos siempre separados. Los primeros temen negar la belleza dinámicamente, es decir, como fuerza eficiente, si separan lo que en el sentimiento va unido; los segundos temen negarla lógicamente, es decir como concepto, si reúnen lo que en el entendimiento va separado. Aquéllos quieren pensar la belleza tal como ella actua; éstos quieren que actúe como es pensada. Ambas partes tienen que errar; la una porque con su limitada facultad de pensar quiere remedar a la naturaleza ilimitada; la otra porque quiere encerrar en sus leyes de pensamiento la ilimitada naturaleza. Los primeros temen robarle libertad a la belleza si la dividen en exceso; los segundos temen destruir la precisión de su concepto por una unificación harto aventurada. Aquéllo empero no piensan que la libertad, en la que justamente ponen la esencia de la belleza, no es anarquia sino armonía de leyes; no es capricho sino máxima necesidad interior; éstos no piensan que la deteminación, que con igual justicia exigen en la belleza, no consiste en la exlcusión de ciertas realidades, sino en la inclusión absoluta de todas, y no es por lo tanto, limitación sino infinitud.

Evitaremos los escollos en que se han estrellado ambos partidos si comenzamos por los dos elementos en que la belleza se divide ante el intelecto, pero elevándonos en seguida a la unidad estética pura, mediante la cual la belleza actúa sobre la sensibilidad, y en la cual los dos estados desaparecen por completo.


Temple estético y efecto estético

Si, pues, el temple estético del alma es como cero, en un sentido, a saber: en el sentido de que en él buscamos en vano efectos particulares y determinados, es, en cambio, en otro sentido, un estado de máxima realidad, si en el consideramos que en él desaparecen todas las limitaciones y se suman todas las fuerzas que actúan juntas en ese estado. Por eso no se puede quitar razón a los que sostienen que la actividad estética es la más provechosa para el conocimiento y la moralidad. Tienen razón, pues una tesitura del espíritu, que comprende en sí el conjunto de lo humano, ha de encerrar necesariamente, en su seno, en potencia, toda la manifestación particular de la humanidad; una tesitura del espíritu que aleja toda limitación del conjunto de la humana naturaleza tiene necesariamente que alejarla de cualquier manifestación particular. Porque no toma en su regazo, para fomentarla, ninguna particular función humana, y por eso precisamente es favorable a todas sin distinción, y no derrama sus mercedes sobre ninguna preferida, porque es ella el fundamento en donde todas alimentan su posibilidad. Los demás ejercicios procuran todos al espíritu cierta destreza especial, y, en pago, impónenle una limitación; pero sólo el ejercicio estético conduce a lo ilimitado. Cualquier otro estado en que podamos caer nos refiere a uno anterior, y necesita resolver en otro consiguiente: sólo el estético forma un todo en sí mismo, porque contiene en sí mismo todas las condiciones de su nacimiento y de su duración. En él tan sólo nos sentimos como arrancados de la cadena del tiempo; nuestra humanidad se muestra con tanta pureza e integridad que no parece sino que no ha hecho nunca la experiencia daños que causan las ajenas fuerzas. 

El objeto que acaricia los sentidos en la sensación inmediata, abre nuestro espíritu tierno y movedizo a toda impresión nueva; pero en igual proporción nos hace menos aptos para el esfuerzo. El objeto que pone en tensión nuestras potencias intelectuales, invitándonos al manejo de conceptos abstractos, da energía a nuestro espíritu para toda especie de resistencia, pero también lo endurece en igual proporción, y cuanto nos hace ganar en indiferencia, nos hace perder en sensibilidad. Por eso, tanto lo primero como lo segundo, llevan al agotamiento, porque ni la materia puede por mucho tiempo precindir la energia plástica, ni esta de aquella. En cambio, si nos hemos entregado al goce de la verdadera belleza, entonces somos, en aquel momento, dueños en igual proporción de nuestras potencias activas y pasivas; con la misma suma ligereza nos entregamos a lo serio y al juego, al repozo y al movimiento, a la condescendencia y a la reacción, al pensamiento absoluto y al instintivo. 

Esta máxima ecuanimidad y libertad del espíritu, unida a la fuerza y el vigor, es el temple en que debe ponernos una verdadera obra de arte; no hay mejor piedra de toque para probar el legítimo valor estético. Sí después de un goce de esta clase nos sentimos animados a cierta particular especie de impresión o de acción, y, encambio, ineptos y sin gusto para otra, es ello prueba inequívoca de que no hemos experimentado un efecto estético puro, ya se halle en la mácula del objeto, o en nuestro modo de sentir, o -lo que ocurre siempre- en ambos a la vez.

En realidad, no puede darse ningún efecto estético puro, porque el hombre no puede nunca salir de la dependencia de las fuerzas. Así, pues, la excelencia de una obra no puede medirse si no es por su mayor o menor aproximación a ese ideal de la pureza estética. Por grande que sea la libertad alcanzada, siempre terminará la contemplación estética en una determinada actitud y en una dirección característica. Ahora bien: cuanto más general sea la actitud y menos limitada la dirección recibida por el espíritu al contemplar determinado género de arte o determinado producto artístico, tanto más noble es es género, tanto más excelente ese producto. Puede hacerse la prueba con obras de diferentes artes y obras diferentes de un mismo arte. Salímos de oir una bella música con la sensibilidad más alerta, acabamos de escuchar una bella poesía con la imaginación más agitada, terminamos de ver una bella estatua o un bello edificio con el intelecto mas despierto. Pero si alguien empeñase en invitarnos a ocupar el pensamiento en abstracciones inmediatamente después de haber gozado una elevada emoción musical; si alguien quisiera emplearnos en algún minucioso menester de la vida comúm inmediatamente después de haber gozado una elevada emoción poética; si alguien pretendiera calentar nuestra imaginación y sorprender nuestro sentimiento inmediatamente después de haber estado contemplando hermosas pinturas y estatuas, ese tal habría elegido una pésima ocasión. Y es porque la música, aun la más espiritual, tiene por causa de su materia, una mayor afinidad con los sentidos, que lo que permite la verdadera libertad estética; la poesía, aun la más felizmente lograda, participa del juego caprichoso y contingente de la imaginación -que es su medio- más de lo que tolera la interior necesidad de lo verdaderamente bello; la escultura, aun la más excelente -y acaso éste mas que ningún otro arte- está en los linderos de la ciencia a causa de lo determinado de su concepto. Sin embargo, estas afinidades particulares se van perdiendo, conforme la obra de arte va ascendiendo en grado, dentro de esos tres géneros artísticos, y es consecuencia necesaria y natural de su perfección el que, sin remover sus límites objetivos, las diferentes artes vayan haciéndose más semejantes en sus efectos sobre el espíritu. 

La música, llegada a su máximo ennoblecimiento, ha de tornarse figura y actuar sobre nosotros con la fuerza reposada de la escultura antigua; la escultura, a su vez, llegada a su máxima perfección, se convierte en música y nos conmueve por su inmediata presencia sensible; la poesía, llegada a su integral desarrollo, ha de cautivarnos como la música, y al mismo tiempo rodearnos, como la plástica, de una tranquila claridad. La perfección del estilo, en cada arte, consiste de esto: en saber borrar las limitaciones específicas, y, empleando sabiamente lo característico, imprimir a la obra un sentido universal. Y no sólo las limitaciones propias del género de arte que cultiva debe el artista vencer por su labor, sino también las que provienen de la materia misma sobre la que trabaja. En una obra de arte verdaderamente bella el contenido no es nada; la forma lo es todo. Pues la forma es lo único que actúa sobre el hombre entero, mientras que el contenido actúa sobre algunas potencias en particular. El contenido, por muy sublime y amplio que sea, opera siempre sobre el espíritu, limitándolo; sólo de la forma puede esperarse una verdadera libertad estética. El verdadero secreto de la maestría, en arte, consiste en esto: que la forma aniquile la materia. Cuanto más imponente, absorbente, seductiva sea por sí misma la materia; cuanto más espontánea se ofrezca a ejercer su propia acción, o también cuanto más inclinado esté el contemplador a entregarse inmediatamente al trato con la materia, tanto más noble será el triunfo del arte que se impone a la materia y afirma su imperio sobre el contemplador. El ánimo del espectador y del auditor ha de permanecer por completo libre, intacto; tiene que salir del círculo mágico, que en torno de él traza el artista, puro e íntegro como salió de las manos del creador. El objeto más frívolo debe ser tratado de manera que quedemos dispuestos a pasar inmediatamente al asunto más serio. La materia más grave debe ser tratada de manera que conservemos la capacidad de trocarla sin demora por el juego más liviano. Las artes de pasión, como, verbigracia, la tragedia, no constituyen una excepción a la regla. Primero, porque no son artes por completo libres, hallanse al servicio de un fin particular, lo patético; y además, ningún verdadero perito en arte negará que, aun en esta clase son las obras tanto más perfectas cuanto más libre conservan el ánimo en medio de los relámpagos de la pasión. Hay un arte bello de la pasión; pero un arte bello y pasional es contradicción, pues el efecto constante de lo bello consiste en librarnos de las pasiones. Y no menos contradictorio es el concepto de un arte bello didácto o de un arte bello moral, porque nada es más opuesto al concepto de belleza que el dar al espíritu una tendencia determinada. 

No siempre, empero, prueba que la obra carece de forma el hecho de que produzca efecto sólo por su contenido; puede ser igualmente que carece de forma el que la juzga. Si el espectador se halla en tensión excesiva o con el ánimo demasiado deprimido; si está acostumbrado a percibir ya con el entendimiento, ya con los sentidos solamente, entonces ante el conjunto mejor logrado se atenderá sólo a las partes,  y ante la más bella forma, a la materia. Sensible sólo al elemento grosero, tiene que deshacer primero la organización estética de una obra antes de hallar un goce en ella; tiene que rastrear una por una las singularidades que el maestro, con arte infinito, hizo desaparecer en la armonia del todo. Su interés por la obra es exclusivamente moral o físico, y no es justamente lo que deberia ser: estético. Los lectores de esta especie gozan de una poesía seria y patética, como si fuera un sermón,  y de otra ingenua y alegre, como si fuera una bebida capitosa. Y si llega su mal gusto hasta pedir una tragedia o una epopeya -aunque sea una Mesíada- les sirva de edificación, entonces es seguro que se escandalizarán de una canción de Anacreonte o de Catulo. 







Federico Schiller, La educación estética del hombre. Carta XVIII y XXII


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