Sonido Fulgor

lunes, 22 de diciembre de 2008

Diario de Krishnamurti



17 de diciembre de 1961

Fue mucho antes del amanecer que el agudo grito de un pájaro despertó a la noche por un instante, y la luz de ese grito se desvaneció. Los árboles permanecían inmóviles, oscuros, fun­diéndose en el aire; era una noche suave y serena, infinita­mente viva, despierta; había en ella movimiento, una conmo­ción profunda que acompañaba al silencio total. Aun la aldea cercana, con sus innumerables perros que siempre estaban la­drando, ahora se hallaba silenciosa. Era una calma extraña, te­rriblemente poderosa, destructivamente viva. Tan viva y tan quieta que uno sentía temor de moverse; fue así que el cuerpo quedó congelado en su inmovilidad, y el cerebro, que había despertado con aquel agudo grito del pájaro, terminó por aquie­tarse también con su sensibilidad intensificada. Era una noche brillante de estrellas en un cielo sin nubes; parecían tan cer­canas, y la Cruz del Sur se encontraba justo encima de los ár­boles, rutilante en el aire cálido. Todo estaba muy quieto. La meditación jamás está en el tiempo; el tiempo no puede pro­ducir la mutación; puede producir cambios que, a su vez, nece­sitan ser cambiados, como todas las reformas; la meditación que brota del tiempo, ata siempre, en una meditación así no hay libertad, y sin libertad nunca cesan la opción y el conflicto.

* El puente Elphinstone sobre el río Adyar. La casa donde él vivía se hallaba sobre el lado noroeste del puente.

Corona (Paul Celan)



En mi mano
el otoño devora sus hojas: somos amigos.
Le extraemos el tiempo a las nueces y le enseñamos a irse:
el tiempo regresa en la cáscara.
En el espejo es domingo,
en el sueño dormimos,
la boca habla verdades.
Mi ojo desciende hasta el sexo de la amada:
nos miramos,
nos decimos cosas oscuras,
nos amamos como amapola y memoria,
nos dormimos como el vino en las conchas,
como el mar en la sangre que la luna refleja.
Desde la calle nos miran abrazados en la ventana:
es tiempo de que lo sepan,
es tiempo de que la piedra se acostumbre a florecer,
es tiempo de que te compadezcas del desasosiego,
es tiempo de que sea tiempo.
Es tiempo.

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS (C. Pavese)



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

jueves, 24 de julio de 2008

Vendrán a reclamarme.

Con mil ojos disfrazados de antorchas
vendrán a reclamarme
y me dirán
con sus veinte bocas de rabia:

“¿no ves que mueren miles cada día?,
¿no ves que la pobreza,
que los jinetes violentos
del hambre, del crimen, de la peste?”

“¿eres tan ciego como para no ver
la creciente negrura de la guerra
o la suciedad feroz del aire,
y del agua que no alcanza?”

“¿A qué escribir entonces de la luz?”

Tal vez no diga nada

Tal vez me ensanche
con un dolor en las costillas
y reviente
y llueva sobre sus caras negras
un llanto de luciérnagas felices

Lo digo de una vez:

No es que mis ojos
se nieguen a abrirse
ante la sed desgarradora de la sangre.

No es que no me llore todo el cuerpo
ante las pisadas penetrantes de la angustia.

No es que no se me rompan
los huesos de la mano ante la muerte.

Quisiera poder decirles ese día:
“¿Ves la cara de aquel
que tiene mugre en el centro de la vida?
¿crees que necesita saber más
de bestias o de sombras o de fuegos?
¿por qué no regalarle
el aroma del pan
o la corriente de algún río habitado por la risa?”

“¿Ves a aquella
tumbada en la agonía?
¿Por qué no darle a sus oídos
la luna arreglándose el cabello
o el sabor a luz del agua?”

Tal vez no digan nada

Tal vez sigan buscando
rasgar mi voz
con todas sus armas de metal,
de vidrio, de soledad, de rabia.

Lo digo de una vez:

Seguiré cantando
a los labios del sol
cuando escurre entre las flores.

Seguiré cantando
a la piel del musgo
y de las piedras consumidas
por el amor violento del mar.

Seguiré enumerando
las partes de su cuerpo
(del de ella)
como los últimos resquicios
de paz entre la bruma.

Seguiré cantando
el sabor de la niebla
en ese punto
cuando empieza a ser de día
pero la luna sigue llenando de su lumbre
del perfume de su lumbre
el rostro azul de la vida de las aves.

Lo digo de una vez:

Seguiré cantando

como blandiendo un arma de luz.


Emiliano

lunes, 21 de julio de 2008

el músico del barrio Gótico

quiero tener en las manos la melancolía de un copo vacío,
de una nota que rebota en las paredes de un callejón solitario
y llega a los oídosde nadie, enredada entre las sombras de la noche.
soy el último paso de los años que se arrastra oscuro por las paredes,
el insomnio y el fervor de todas las preguntas sin respuesta.
voy buscando las grietas en la piedra cuando camino
y abrumo las luces que se apagan detrás de las esquinas.
me gusta compararme con el paso de los años por la piedra,
o compararme con el paso dela noche por los hombres.
sé que un acorde es la razón del cobre para perder su brillo,
que los versos, igual que el hierro, se doblan con fuego y martillo
y se afilan con tristeza en noches de luna y gargantes menguantes.

Diego Álvarez

domingo, 20 de julio de 2008

Olala

Y al alba venceré



Il principe ignoto
Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, o Principessa,
Nella tua fredda stanza
Guardi le stelle
Che tremano d'amore e di speranza.
Ma il mio mistero è chiuso in me,
Il nome mio nessun saprà!, no, no
Sulla tua bocca lo dirò!...
(Puccini: Quando la luce splenderà!)
Quando la luce splenderà,
(Puccini:No,no,Sulla tua bocca lo dirò)
Ed il mio bacio scioglierà il silenzio
Che ti fa mia!...
Voci di donne
Il nome suo nessun saprà...
E noi dovremo, ahimè, morir, morir!...
Il principe ignoto
Dilegua, o notte!... Tramontate, stelle! Tramontate, stelle!...
All'alba vincerò!
vincerò! vincerò! El príncipe desconocido
¡Que nadie duerma! ¡Que nadie duerma!
¡También tú, oh Princesa,
en tu fría habitacion
miras las estrellas
que tiemblan de amor y de esperanza...!
¡Pero mi misterio está encerrado en mí,
¡Mi nombre nadie lo sabrá!. No, no
Sobre tu boca lo diré
(Puccini: Sólo cuando la luz brille)
Sólo cuando la luz brille
(Puccini: ¡solo sobre tu boca lo dire!)
¡Y mi beso fulminará el silencio
que te hace mía.!
Voces de mujeres
Su nombre nadie sabrá...
¡Y nosotras, ay, deberemos, morir, morir!
El príncipe desconocido
¡Disípate, oh noche! ¡Tramontad, estrellas! ¡Tramontad, estrellas!
¡Al alba venceré!
¡venceré! ¡venceré!

sábado, 19 de julio de 2008

Carta

Hombre,
no importa cuál sea tu nombre,
tu edad, tu país,
eres mi hermano
y nacimos en esta tierra
para ayudarnos.

Porque, seamos quien seamos,
es la compasión entre nosotros
lo único que hará de este mundo
un espacio más justo,
más inmenso, más feliz.

Emilio

viernes, 18 de julio de 2008

Desciendo
mi cuerpo es una cañada grande y sola

Voy aprendiendo la gracia
de renunciar a las palabras
e invento entre la luz
que las gotas son caballos
con terribles mordeduras en la sombra

Ando gritando
lo que creía mi nombre
y de pronto
me sabe a espuma amarga

Desciendo
mi nombre es una gruta silenciosa
mi nombre es canto de insectos torpes

Limpio

lavo

soplo sombras de silencio

trato de aprender a llenarme la boca
con el jugo de frambuesa de la risa reventándome en la lengua

Desciendo

tengo entre los dedos
las llaves del sol
pero no quiero abrir la noche

no quiero dejar de ver
las antorchas de la sombra
hasta que me escupa
la ballena de mis miedos

y además
la noche no me juzga
y la noche es buena para verte con las manos

Desciendo hasta mis manos
olvidaste
un poco de tu aroma
en sus bolsillos

del pedazo de ti que hay en mi cuerpo
va surgiendo el día aunque no quiera

pero trae un destello diferente

los caballos heridos
que salen de mis ojos
huelen menos a miedo
y más a vino dulce

Pronuncio mi nombre

y se ha vuelto jugo fresco de frambuesa.

Desciendo

Encuentro

Afirmo que mis pies
son menos plumas
y más musgo

Trago de un bocado
los mostos sedientos de la lluvia

Mi cuerpo es un arroyo de cabellos fugitivos.

sábado, 12 de julio de 2008

Las ciudades y los signos. 2

De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos muy claros: un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma por la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto por una traílla. En realidad muchos de los ciegos que golpean con el bastón en el empedrado de Zirma son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos pasan horas en la cornisa, no hay puma que no sea criado por un capricho de muchacha. La ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente.
Yo también vuelvo de Zirma: mi recuerdo abarca dirigibles que vuelan en todas direcciones a la altura de las ventanas, calles de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes subterráneos atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los compañeros que venían conmigo en el viaje juran en cambio que vieron un solo dirigible suspendido entre los pináculos de la ciudad, un solo tatuador que disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos perforados, una sola mujerona abanicándose en la plataforma de un vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad empiece a existir.

Italo Calvino. La ciudades invisibles

viernes, 11 de julio de 2008

Lisbon Revisited (1926), por Álvaro de Campos



Nada me prende a nada.
Quero cinqüenta coisas ao mesmo tempo.
Anseio com uma angústia de fome de carne
O que não sei que seja -
Definidamente pelo indefinido...
Durmo irrequieto, e vivo num sonhar irrequieto
De quem dorme irrequieto, metade a sonhar.
Fecharam-me todas as portas abstratas e necessárias.
Correram cortinas de todas as hipóteses que eu poderia ver da rua.
Não há na travessa achada o número da porta que me deram.


Acordei para a mesma vida para que tinha adormecido.
Até os meus exércitos sonhados sofreram derrota.
Até os meus sonhos se sentiram falsos ao serem sonhados.
Até a vida só desejada me farta - até essa vida...

Compreendo a intervalos desconexos;
Escrevo por lapsos de cansaço;
E um tédio que é até do tédio arroja-me à praia.
Não sei que destino ou futuro compete à minha angústia sem leme;
Não sei que ilhas do sul impossível aguardam-me naufrago;
ou que palmares de literatura me darão ao menos um verso.

Não, não sei isto, nem outra coisa, nem coisa nenhuma...
E, no fundo do meu espírito, onde sonho o que sonhei,
Nos campos últimos da alma, onde memoro sem causa
(E o passado é uma névoa natural de lágrimas falsas),
Nas estradas e atalhos das florestas longínquas
Onde supus o meu ser,
Fogem desmantelados, últimos restos
Da ilusão final,
Os meus exércitos sonhados, derrotados sem ter sido,
As minhas cortes por existir, esfaceladas em Deus.

Outra vez te revejo,
Cidade da minha infância pavorosamente perdida...
Cidade triste e alegre, outra vez sonho aqui...

Eu? Mas sou eu o mesmo que aqui vivi, e aqui voltei,
E aqui tornei a voltar, e a voltar.
E aqui de novo tornei a voltar?
Ou somos todos os Eu que estive aqui ou estiveram,
Uma série de contas-entes ligados por um fio-memória,
Uma série de sonhos de mim de alguém de fora de mim?

Outra vez te revejo,
Com o coração mais longínquo, a alma menos minha.

Outra vez te revejo - Lisboa e Tejo e tudo -,
Transeunte inútil de ti e de mim,
Estrangeiro aqui como em toda a parte,
Casual na vida como na alma,
Fantasma a errar em salas de recordações,
Ao ruído dos ratos e das tábuas que rangem
No castelo maldito de ter que viver...

Outra vez te revejo,
Sombra que passa através das sombras, e brilha
Um momento a uma luz fúnebre desconhecida,
E entra na noite como um rastro de barco se perde
Na água que deixa de se ouvir...

Outra vez te revejo,
Mas, ai, a mim não me revejo!
Partiu-se o espelho mágico em que me revia idêntico,
E em cada fragmento fatídico vejo só um bocado de mim -
Um bocado de ti e de mim!...

________________________________________________________


















Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con la angustia del ávido de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido...
Duermo inquieto, y vivo el soñar inquieto
del que duerme inquieto, a medias soñando.

Me cerraron todas las puertas abstractas y necesarias.
Corrieron las cortinas ante todas las hipótesis que habría podido ver en la calle.
En el callejón donde me encuentro no está el número de puerta que me dieron.
Desperté a la misma vida que me había adormecido.
Hasta mis ejércitos soñados sufrieron la derrota.
Hasta mis sueños se sintieron falsos al ser soñados.
Hasta la vida sólo deseada me harta -hasta esa vida...

Comprendo a intervalos inconexos,
escribo en los lapsos de cansancio
y es tedio hasta del tedio lo que me arroja a la playa.
No sé qué destino o futuro compete a mi angustia sin timón;
no sé qué islas del Sur imposible son las que me aguardan, náufrago,
o qué palmares de literatura me darán un verso al menos.

No, no sé esto, ni sé otra cosa, ni sé nada de nada...
Y en el fondo de mi espíritu, donde sueño lo soñado,
en los campos más remotos del alma, donde recuerdo sin causa
(y el pasado es una niebla natural de lágrimas falsas),
en los caminos y atajos de las florestas lejanas,
donde supuse mi ser,
huyen desmantelados, últimos restos
de la ilusión final,
mis ejércitos soñados, derrotados sin haberlo sido,
mis cohortes por existir, despedazadas en Dios.

Otra vez vuelvo a verte,
ciudad de mi infancia pavorosamente perdida...
Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí...
¿Yo? Pero, ¿soy yo el mismo que aquí vivió y aquí volvió,
y aquí volvió a volver y a volver,
y aquí de nuevo ahora ha vuelto a volver?
¿O todos los Yo con los que aquí estuve, o que estuvieron, somos
una serie de cuentas-entes ensartadas en un hilo-memoria,
una serie de sueños de mí por alguien que hay fuera de mí?

Otra vez vuelvo a verte,
el corazón más lejano, el alma menos mía.

Otra vez vuelvo a verte -Lisboa y Tajo y todo--,
transeúnte inútil de ti y de mí,
extranjero aquí como en todas partes,
tan casual en la vida como en el alma,
fantasma errante por los salones del recuerdo
envuelto por el ruido de ratas y de maderas que crujen
en el castillo maldito de tener que vivir..

Otra vez vuelvo a verte,
sombra que pasa a través de las sombras y brilla
un instante a una fúnebre luz desconocida
y se adentra en la noche cual estela de barco al perderse
en el agua que dejamos de oír...

Otra vez vuelvo a verte,
pero, ¡ay, a mí no vuelvo a verme!
Se ha roto el espejo mágico en el que volvía a verme idéntico
y en cada fragmento fatídico sólo veo un pedazo de mí
-un pedazo de ti y de mí.

jueves, 10 de julio de 2008

trópico de capricornio

Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, aun en pleno caos. Desde el principio nunca fue sino caos: el fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, la disputa y la discordia. En todo veía yo en seguida el extremo opuesto, la contradicción y, entre lo real y lo irreal, la ironía y la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Aun de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme, porque luchar no tenía sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni substraer nada. Todos los que me rodeaban eran fracasados o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por piedad. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el mero espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil querer cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que, sin un cambio del corazón, nada cambiaría, ¿Y quien podía cambiar el corazón de los hombres? de vez en cuando un amigo se convertía: algo que me hacía vomitar. Yo tenía tan poca necesidad de Dios como Él de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría en su encuentro, y le escupiría en la cara.

receta para ser un bebedor heroico fragmento de entrevista alí chumacero

¿Cuál es su cantina favorita?Yo no voy a cantinas. Soy una gente muy decente.

¿Entonces le gusta el agua?El agua es para el bautismo y algunos primitivos lo usan hasta para bañarse.

Pero usted ha sido, como dice Octavio Paz, un “bebedor heroico”.He bebido un poco. Es más la fama.

¿Es más la fama?Sí. A la segunda botella me da tos. ¡Ja, ja!

¿Cuál es la receta para ser un bebedor heroico?Se debe comer muy bien, beber pausadamente, y cuando se acaba, sin alterar la voz, decir: otra botella.

miércoles, 18 de junio de 2008

domingo, 8 de junio de 2008

La Carta en el Camino

Adiós, pero conmigo
serás, irás adentro
de una gota de sangre que circule en mis venas
o fuera, beso que me abrasa el rostro
o cinturón de fuego en mi cintura.
Dulce mía, recibe
el gran amor que salió de mi vida
y que en ti no encontraba territorio
como el explorador perdido
en las islas del pan y de la miel.
Yo te encontré después
de la tormenta,
a la lluvia lavó el aire
y en el agua
tus dulces pies brillaron como peces.

Adorada, me voy a mis combates.

Arañaré la tierra para hacerte una cueva
y allí tu Capitán
te esperará con flores en el lecho.
No pienses más, mi dulce,
en el tormento
que pasó entre nosotros
como un rayo de fósforo
déjandonos tal vez su quemadura.
La paz llegó también porque regreso
a luchar a mi tierra,
y como tengo el corazón completo
con la parte de sangre que me diste
para siempre,
y como
llevo
las manos llenas de tu ser desnudo
mírame,
mírame,
mírame por el mar, que voy radiante,
mírame por la noche que navego,
y mar y noche son los ojos tuyos.
No he salido de ti cuando me alejo.
Ahora voy a contarte:
mi tierra será tuya,
yo voy a conquistarla,
no sólo para dártela,
sino que para todos,
para todo mi pueblo.
Saldrá el ladrón de su torre algún día,
Y el invasor será expulsado.
Todos los frutos de la vida
crecerán en mis manos
acostumbrados antes a la pólvora.
Y sabré acariciar las nuevas flores
porque tú me enseñaste la ternura.
Dulce mía, adorada,
vendrás conmigo a luchar cuerpo a cuerpo
porque en mi corazón viven tus besos
como banderas rojas,
y si caigo, no sólo
me cubrirá la tierra
sino este gran amor que me trajiste
y que vivió circulando en mi sangre.
Vendrás conmigo,
en esa hora te espero,
en esa hora y en todas las horas,
en todas las horas te espero.
Y cuando venga la tristeza que odio
a golpear a tu puerta,
dile que yo te espero
y cuando la soledad quiera que cambies
la sortija en que está mi nombre escrito,
dile a la soledad que hable conmigo,
que yo debí marcharme
porque soy un sol-dado,
y que allí donde estoy,
bajo la lluvia o bajo
el fuego,
amor mío, te espero,
te espero en el desierto más duro
y junto al limonero florecido:
en todas partes donde esté la vida,
donde la primavera está naciendo,
amor mío, te espero.
Cuando te digan: -ese hombre
no te quiere-, recuerda
que mis pies están solos en esa noche, y buscan
los dulces y pequeños pies que adoro.
Amor mío, cuando te digan
que te olvidé, y aun cuando
sea yo quien lo dice,
cuando yo te lo diga,
no me creas,
quién y cómo podrían
cortarte de mi pecho
y quién recibiría
mi sangre
cuando hacia ti me fuera desangrando?
Pero tampoco puedo
olvidar a mi pueblo.
Voy a luchar en cada calle,
detrás de cada piedra.
Tu amor también me ayuda:
es una flor cerrada
que cada vez me llena con su aroma
y que se abre de pronto
dentro de mí como una gran estrella.

Amor mío, es de noche.

El agua negra, el mundo
dormido, me rodean.
Vendrá luego la aurora,
y mientras tanto te escribo
para decirte, te amo.
Para decirte: te amo, cuida,
limpia, levanta,
defiende
nuestro amor, alma mía.
Yo te lo dejo como si dejara
un puñado de tierra con semillas.
De nuestro amor nacerán vidas.
De nuestro amor beberán agua.
Tal vez llegará un día
en que un hombre
y una mujer, iguales
a nosotros
tocarán este amor, y aún tendrá fuerza
para quemar las manos que lo toquen.
Quiénes fuimos? Qué importa?
Tocarán este fuego
y el fuego, dulce mía, dirá tu simple nombre
y el mío, el nombre
que tú sola supiste porque tú sola
sobre la tierra sabes
quién soy, y porque nadie me conoció como una,
como una sola de tus manos,
porque nadie supo cómo, ni cuándo
mi corazón estuvo ardiendo:
tan sólo
tus grandes ojos pardos lo supieron,
tu ancha boca,
tu piel, tus pechos,
tu vientre, tus entrañas
y el alma tuya que yo desperté
para que se quedara
cantando hasta el fin de la vida.

Amor, te espero.
Adiós, amor, te espero.
Amor, amor, te espero.

Y así esta carta se termina
sin ninguna tristeza:
están firmes mis pies sobre la tierra,
mi mano escribe esta carta en el camino,
y en medio de la vida estaré
siempre
junto al amigo, frente al enemigo,
con tu nombre en la boca
y un beso que jamás
se apartó de la tuya.

------Neruda

viernes, 6 de junio de 2008

A una alondra

¡Salud, espíritu dichoso!
A ti, que nunca fuiste pájaro,
que desde el Cielo o ya rozándolo
vuelcas tu henchido corazón
en numerosos cantos de un arte incontrolable.

Cada vez a mayor altura
te alzas veloz desde la tierra
igual que una nube de fuego;
sobrevuelas el mar profundo
y cantando te elevas, y elevándote cantas.

En los dorados centelleos
del sol poniente, sobre el cual
resplandecen las nubes, flotas
y huyes como un gozo sin cuerpo
cuyo ímpetu acada de comenzar ahora.

La tarde pálida y purpúrea
se diluye en torno a tu vuelo;
como un astro de las Alturas
traspasas invisible el día,
mas yo alcanzo a escuchar tu gemido de dicha,

Penetrante como los dardos
de aquella esfera plateada
cuya intensa luz palidece
en la aurora nítida y limpia
hasta que no la vemos, aun sintiéndola cerca.

La tierra entera, el aire en pleno
resuenan con tu voz, igual que,
cuando la noche se desnuda
desde una nube solitaria
la luna esparce rayos y el cielo se desborda.

Aquello que eres lo ignoramos.
¿Qué ser existe semejante?
Ni las nubes derraman gotas
tan claras cuando hay arcoiris
como el río de cantos que fluye en tu presencia.

Igual que un Poeta escondido
tras la luz de los pensamientos,
cantando himnos imprevisibles,
forjando el mundo hasta obligarlo
a oír las esperanzas y mierdos que desoye.

Igual que una doncella noble
que en la torre de su palacio
consuela su alma subyugada
al amor en horas secretas,
inundando de música suave su aposento.

Como una luciérnaga de oro
en su hondo valle de rocío,
que disemina agradecida
sus leves colores etéteros
entre floresy hierbas que a la vista ocultan.

Igual que una rosa encerrada
en su propio sépalo verde,
desflorada por vientos cálidos,
hasta que el perfume que otorga
vuelve mansos a aquellos ladrones de alas graves.

El rumor de la lluvia fresca
sobre la hierba rutilante,
las flores que ante ella despiertan,
todo lo que siempre nos fue
gozoso, claro, nuevo, tu canto lo supera.


---Shelley

domingo, 1 de junio de 2008

Oda a la crítica (Pablo Neruda)

Yo escribí cinco versos: uno verde,
otro era un pan redondo,
el tercero una casa levantándose,
el cuarto era un anillo,
el quinto verso era
corto como un relámpago
y al escribirlo
me dejó en la razón su quemadura.
Y bien, los hombres, las mujeres,
vinieron y tomaron
la sencilla materia,
brizna, viento, fulgor, barro, madera
y con tan poca cosa
construyeron
paredes, pisos, sueños,
En una línea de mi poesía
secaron ropa al viento.
Comieron mis palabras,
las guardaron
junto a la cabecera,
vivieron con un verso,
con la luz que salió de mi costado.
Entonces, llegó un crítico mudo
y otro lleno de lenguas,
y otros, otros llegaron
ciegos o llenos de ojos,
elegantes algunos
como claveles con zapatos rojos,
otros estrictamente
vestidos de cadáveres,
algunos partidarios
del rey y su elevada monarquía,
otros se habían
enredado en la frente
de Marx y pataleaban en su barba,
otros eran ingleses,
y entre todos se lanzaron
con dientes y cuchillos,
con diccionarios y
otras armas negras,
con citas respetables,
se lanzaron
a distupar mi pobre poesía
a las sencillas gentes
que la amaban:
y la hicieron embudos,
la enrollaron,
la sujetaron con cien alfileres,
la cubrieron con polvo de esqueleto,
la llenaron de tinta,
la escupieron con suave
benignidad de gatos,
la destinaron a envolver relojes,
la protegieron y la condenaron,
le arrimaron petróleo,
le dedicaron húmedos tratados,
la cocieron con leche,
le agregaron pequeñas piedrecitas,
fueron borrándole vocales,
fueron matándole
sílabas y suspiros,
la arrugaron e hicieron
un pequeño paquete
que destinaron cuidadosamente
a sus desvanes, a sus cementerios,
luego se retiraron uno a uno
enfurecidos hasta la locura.
Porque no fui bastante
popular para ellos
o impregnados de
dulce menosprecio
por mi ordinaria falta de tinieblas,
se retiraron todos y entonces,
otra vez, junto a mi poesía
volvieron a vivir
mujeres y hombres,
de hicieron fuego,
construyeron casas,
comieron pan,
se repartieron la luz
y en el amor unieron relámpago y anillo.
Y ahora, perdonadme, señores,
que interrumpa este cuento
que les estoy contando
y me vaya a vivir
para siempre
con la gente sencilla.

domingo, 25 de mayo de 2008

sábado, 24 de mayo de 2008

Walking Around


Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.


Pablo Neruda

viernes, 23 de mayo de 2008

Bruno




Contempla en la vela que lleva este candelero, a quien doy a luz, aquello que clarificará ciertas sombras de ideas... No hace falta que te instruya en mi creencia. El tiempo todo lo da y todo lo quita; todo cambia pero nada perece. Uno solo es inmutable, eterno y dura para siempre, uno y el mismo consigo mismo. Con esta filosofía mi espíritu crece, mi mente se expande. Por ello, no importa cuán oscura sea la noche, espero el alba. Por tanto, regocíjate, y mantente íntegro, si puedes, y devuelve amor por amor.

Fragmento de El Candelero, Giordano Bruno

miércoles, 21 de mayo de 2008

Poema de la noche eterna

Es que
La máquina se ha vuelto muy lenta
Pero espérame a las ocho quince
Yo estaré sin falta
Sin servilleta
Como una podadora que
Se abre de piernas
Para que el pasto
Se ría
Pero espera a que todo
Y en realidad
Sí, así de blanco
Y de piedrita
Y de gusanos en almíbar
Te evaporaste como una
Y además
Una chungala
Dos chungalas
Tres chunchunetes chanchanasidos para chanchamorir del
Magilindro malchanchalado del boooooo
boooooooooo
boooooooooooooo
ay las hidras

etm

sábado, 17 de mayo de 2008

A pleno llanto

“Llorarlo todo…
pero llorarlo bien”.

Espantapájaros

Y entretanto lloremos
tomados de la mano.

Lloremos. ¡Sí! Lloremos
amargo llanto verde,
sustancias minerales,
azufre, mica, arena,
cristales fracasados,
humilladas tachuelas,
ardientes lagrimones
de lacre derretido.

Lloremos junto al humo,
desnudos, entre ruinas,
en medio de la calle,
de la sangre, del lodo,
debajo de la tierra,
en el agua, en el aire,
entre mástiles rotos
y piernas amputadas.

Que se abran las esclusas
del reprimido llanto
y lloremos, a gritos
estentóreos, salvajes,
el mentón tembloroso,
sin compás, ni guitarra,
las mejillas chorreantes,
los párpados acuosos.

Lloremos la familia,
el vino derramado,
las momias, la victoria,
las plazas desoladas,
la usura, el terciopelo,
el pan de cada día,
las noches gemebundas,
las muertas catedrales.

Lloremos por las uñas,
por los pies, por los dientes,
lacios chorros tranquilos
de lágrimas salobres,
murmurantes arroyos
que enternezcan las piedras,
cataratas de llanto
de estruendosos modales.

Lloremos y lloremos,
impudorosamente,
sin tregua, ni descanso,
durante largos años,
por más que estalactitas
de lágrimas espesas
ericen las riberas
de nuestros lagrimales.

Lloremos, con la lluvia,
un llanto monocorde
que anegue la codicia,
el pasto, las heridas;
nos limpie la garganta,
el alma, los bolsillos,
traspase la tristeza,
la angustia, la memoria.

Lloremos. ¡Ah! Lloremos
purificantes lágrimas,
hasta ver disolverse
el odio, la mentira,
y lograr algún día
—sin los ojos lluviosos—
volver a sonreírle
a la vida que pasa.

Oliverio Girondo

miércoles, 14 de mayo de 2008

11 de mayo (etm)



A ti y a mí


un perro


nos desgarró


la cara en una semana


de primavera.


Yo estaba en España,


tierra muerta,


tú en Morelia,


tierra muerta.


Cada camino


es una limitante.


Cada ilusión


una prisión.


¿Cómo haremos,

querido,

para vivir como

alguna vez soñamos?


Yo no podré saberlo

si conmigo no imaginas.


Te espero,


en el silencio más profundo te espero,

con los ojos caídos y el espíritu en llamas te espero,

esclavo de la sombra que protege a la libresa de la liberulia,

la flor amarga que nos gusta beber a los condenados a los cielos,

la extraña flor azul,

la flor sin tiempo,

te espero, en fin,

verdad de Dios, amigo.

jueves, 8 de mayo de 2008

El cuento del dichoso turis turista, de Salarrué


Puesiesque un arfiler pechito estaba paradito en una simuada de juguete y mirando platiado para todos lados y dijo: "¡Yo questoy haciendo aquí, si ni soy poste de teléforo ni antena de radio, ni asta de bandera, ni nada! Ya me voy por esos mundos, de turis turista". Y pegó un salto a pie junto y cayó en una mesenoche acostado. Y eneso yegó la Cenífera arreglar las camas y puso una cajejójoros que se bía caido al suelo sobre la mesenoche y ¡tas!, se le ensartó el arfiler en un dedo gordo, y pegó un respingo y gritó: "¡Ay Santas Sánimas del lavatorio, Señor Descápulas, ya me picó un alcarabán chuzudo, traicionista y rectil!" y se chupó el dedo con todas sus juerzas. Y el arfiler se le bía escordeleros en la bolosita del delantar y pensando el vivo: "Aquí viajo casi de choto en un sabrosísimo hamaquiado de caderas". Porque la Cenífera era una criadita bien pispirringa y cuanduiva andando meniaba el guardafango parayá y paracá, para que vieran sus inamorados que estaba nuevita y bien aceitada y dijeran: "¡Qué chula la Cenífera, es mera ágile para ir caminando y güele!". Porque todos sus novios eran choferes. Y en un zaguán se incontró con un novio y siabrazaron juerte y el chofer pegó un corcovo y le dijo: "¡Ay, que espina tenés por el taye!". Y la Cenífera se rumorizó de la cara y así la vista, sonrisándose, le dijo: "¡Tansacón que sos, eso es por decirme que soy rosa con espinas en el tayo!". "¡Qué tayo, ni qué güirinches!" le dijo el chofer rascándose el umbligo, "mias ensartado un chuzo en la barriga". Y se sacó el aljiler con una gotita de sangre colorado y se luenseñó. "¡Agüen!" le dijo la Cenífera asustada: "¿Y cómo ando yo ese arfiler, pué?" Y lo tiraron por ayá y cayó en el andén, onde lo pepenó un señor que lo yevó al monte onde se puso a cojer mariposas de lindos colores, flores-siyas de alegre mañana, y agarró una grandota con verde, rojo, colorado, tinto y vermeyón y ¡tas!, la prendió con el arfiler en un cartón, que, pobrecita, le dolió, pero no dijo ¡ay!, porque valiente y en un descuido se desprendió aletiando del cartón y sencumbró en los aigres sutiles, yevándose el arfiler que iba cabalgando contentísimo, impensablis de viajar en avioneta recién pintada y sin pagar. Y cuando ya había subido bien alto, la pobre mariposa se murió y cayó lupin la Lupe y por más gritos que pegaba el arfiler no revivió y sestreyó en un pedrero de unos cuatro Pedros questaban almorzando debajo de un morro: Pedro Garniya, Pedro Lengua, Pedro Cucusa y Pedro Loroco, que se yamaban y estaban celebrando su santo. Y los Pedros lo safaron del avión todo doblado y torcido y dijeron: "¡Ya fregamos, tenemos anzuelo para pescar y éste es un milagro de San Pedro que es su santo y el de nosotros y quera pescador!". Y el arfiler bien contento porque andaba de turis turista y iba a conocer el jondoelmar y siacabuche.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Enigma, de Octavio Paz


pero
por
qué
diablos
esa
vieja
dama
de
guantes
blancos
de primera
comunión
compra
en el
drug
store
de Walnut
Street
quince
pre
ser
vativos?

martes, 6 de mayo de 2008

La muralla y los libros, de Jorge Luis Borges


He, whose long wall the wand'ring Tartar bounds..

Dunciad, II, 76.


­Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones –las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado– procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota.

Históricamente, no hay misterio en las dos medidas. Contemporáneo de las guerras de Aníbal, Shih Huang Ti, rey de Tsin, redujo a su poder los Seis Reinos y borró el sistema feudal: erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo único singular en Shih Huang Ti fue la escala en que obró. Así lo dejan entender algunos sinólogos, pero yo siento que los hechos que he referido son algo más que una exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín es común; no, cercar un imperio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, el Emperador Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la historia comenzara con él.

Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otra cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso borrar los libros canónigos porque éstos lo acusaban; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuerdo; la infamia de su madre. (No de otra suerte un rey, en Judea, hizo matar a todos los niños para matar a uno.) Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y buscó el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte. Todas las cosas quieren persistir en su ser, ha escrito Baruch Spinoza; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado. Quizá el Emperador quiso recrear el principio del tiempo y se llamó Primero, para ser realmente primero, y se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula. Este, según el Libro de los ritos, dio su nombre verdadero a las cosas; parejamente Shih Huang Ti se jactó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo su imperio, tuvieran el nombre que les conviene. Soñó fundar una dinastía inmortal; ordenó que sus herederos se llamaran Segundo Emperador, Tercer Emperador, Cuarto Emperador, y así hasta lo infinito... He hablado de un propósito mágico; también cabría suponer que erigir la muralla y quemar los libros no fueron actos simultáneos. Esto (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen de un rey que empezó por destruir y luego se resignó a conservar, o la de un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía. Ambas conjeturas son dramáticas, pero carecen, que yo sepa, de base histórica. Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla. Esta noticia favorece o tolera otra interpretación. Acaso la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: “Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ése destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá”. Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que éste era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan.

La muralla tenaz que en este momento, y en todos, proyecta sobre tierras que no veré su sistema de sombras es la sombra de un César que ordenó que la más reverente de las naciones quemara su pasado; es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud puede estar en la oposición de construir y destruir, en enorme escala.) Generalizando el caso anterior, podríamos inferir que todas las formas tienen su virtud en sí mismas y no en un “contenido” conjetural. Eso concordaría con la tesis de Benedetto Croce; ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.

Tres poemas del modernismo mexicano


ROMANCE DEL MUERTO VIVO
de Enrique González Martínez

Hay horas en que imagino
que estoy muerto;
que sólo percibo formas
amortajadas del tiempo;
que soy apenas fantasma
que algunos miran en sueños;
que soy un pájaro insomne
que más canta por más ciego;
que me fugué -no sé cuándo-
a donde ella y él se fueron;
que los busco,
que los busco y no los veo,
y que soy sombra entre sombras
en una noche sin término.

Pero de pronto la vida
prende su aurora de incendio
y oigo una voz que me llama
como ayer, a grito abierto;
y en la visión se amotina
la turba de los deseos,
y se encrespan los sentidos
como leones hambrientos...

Y hay un alma que está aquí,
tan cercana, tan adentro,
que fuera arrancar la mía,
arrancármela del pecho...
Y soy el mismo de enantes,
y sueño que estoy despierto
y cabalgando en la vida
como en un potro sin freno...

Sólo tú, la que viniste
a mí como don secreto,
tú por quien la noche canta
y se ilumina el silencio;
sólo tú, la que dejaste
con vuelo de amor el centro
de tu círculo glorioso
para bajar a mi infierno;
sólo tú, mientras tus manos
alborotan mis cabellos
y me miras a los ojos
en el preludio del beso,
sólo tú podrás decirme
si estoy vivo o estoy muerto.

Tres rosas en el ánfora, 1939

HORMIGAS

de Ramón López Velarde

A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.

Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.

Mas luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido bagazo;
y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno,
en una turbia fecha de cierzo gemebundo,
en que ronde la luna porque robarte quiera,
ha de oler a sudario y a hierba machacada,
a droga y a responso, a pabilo y a cera.

Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.

Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.

El Universal Ilustrado, diciembre 14, 1917 - Zozobra, 1919

HAIKUS DE UN DÍA...

de José Juan Tablada


EL SAÚZ


Tierno saúz

casi oro, casi ámbar,

casi luz...


El PAVO REAL


Pavo real, largo fulgor,

por el gallinero demócrata

pasas como una procesión...


HOJAS SECAS


El jardín está lleno de hojas secas;

nunca vi tantas hojas en sus árboles,

verdes, en primaveras.


LOS SAPOS


Trozos de barro,

por la senda en penumbra

saltan los sapos.


MARIPOSA NOCTURNA


-Devuelve a la desnuda rama,

nocturna mariposa,

las hojas secas de tus alas.


EL RUISEÑOR


Bajo el celeste pavor

delira por la única estrella

el cántico del ruiseñor.


LA ARAÑA


Recorriendo su tela

esta luna clarísima

tiene a la araña en vela.


EL BAMBÚ


Cohete de larga vara,

el bambú apenas sube se doblega

en lluvia de menudas esmeraldas.


LA LUNA


Es mar la noche negra,

la nube es una concha,

la luna es una perla.


La esperanza, Colombia, febrero-mayo, 1919, Un día, 1919

Títere



enviado por Sofía Reynoso

lunes, 5 de mayo de 2008

la ternura del leon



La mujer que sale en este video, encontró a ese león herido en el bosque y a punto de morir. Ella se llevó al león a su casa, lo cuidó y lo curó hasta que el león sanó por completo. Entonces hizo todos los arreglos para que el león fuera llevado al zoológico y pudiera tener una casa nueva y un ambiente más apropiado para él.

Este video fue tomado cuando la mujer visitó por primera vez al león en el zoológico después de algún tiempo de haberlo mandado para allá.

Visión de Anáhuac (1519), de Alfonso Reyes



I

Viajero: has llegado a la
región más transparente del aire.

En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede el puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los historiadores del siglo XVI fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a veces. El diligente Giovanni Battista Ramusio publica su peregrina recopilación Delle Navigationi et Viaggi en Venecia en el año de 1550. Consta la obra de tres volúmenes in-folio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y está ilustrada con profusión y encanto. De su utilidad no puede dudarse: los cronistas de Indias del Seiscientos (Solís al menos) leyeron todavía alguna carta de Cortés en las traducciones italianas que ella contiene.
En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya que cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica. Desde el seno de la nube esquemática, sopla un Éolo mofletudo, indicando el rumbo de los vientos —constante cuidado de los hijos de Ulises—. Vense pasos de la vida africana, bajo la tradicional palmera y junto al cono pajizo de la choza, siempre humeante; hombres y fieras de otros climas, minuciosos panoramas, plantas exóticas y soñadas islas. Y en las costas de la Nueva Francia, grupos de naturales entregados a los usos de la caza y la pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una imaginación como la de Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro ante una cartografía infantil, hubiera tramado, sobre las estampas del Ramusio, mil y un regocijos para nuestros días nublados.
Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.

La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana —imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su plumero; los «órganos» paralelos, unidos como las cañas de la flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal —semejanza del candelabro—, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin color que turbe su nitidez.
Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al valle su carácter propio y terrible: —En la tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la seca—.

Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando la última palada y abriendo la última zanja.
Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su comedia de El semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los tajos. Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.
Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes.
Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social.

El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad.
Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración en el Viejo Mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand. Horno genitor donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde nuestro ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la vida a la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las rampas de la montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar; bochornosa vegetación; largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos. ¡Los gritos de los papagayos, el trueno de las cascadas, los ojos de las fieras, le dard empoisonné du sauvage! En estos derroches de fuego y sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales.
Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro. La visión más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la mesa central: allí la vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismos se ahogan —compensándolo la armonía general del dibujo—; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un resalte individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras del modesto y sensible Fray Manuel de Navarrete:

una luz resplandeciente
que hace brillar la cara de los cielos.

Ya lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el orgullo de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que criaba el Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de adquirir la sabiduría viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre recuerdos y meditaciones de la propia vida: en su Ensayo político, el barón de Humboldt notaba la extraña reverberación de los rayos solares en la masa montañosa de la altiplanicie central, donde el aire se purifica.

En aquel paisaje, no desprovisto de cierta aristocrática esterilidad, por donde los ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada ondulación; bajo aquel fulgurar del aire y en su general frescura y placidez, pasearon aquellos hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada espiritual. Extáticos ante el nopal del águila y de la serpiente —compendio feliz de nuestro campo— oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre aquellos lagos hospitalarios. Más tarde, de aquel palafito había brotado una ciudad, repoblada con las incursiones de los mitológicos caballeros que llegaban de las Siete Cuevas —cuna de las siete familias derramadas por nuestro suelo—. Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés («polvo, sudor y hierro») se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores —espacioso circo de montañas.
A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas de la pirámide.
Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba —ululando— la queja de la chirimía y, multiplicado en el eco, el latido del salvaje tambor.

II

Parecía a las cosas de encantamiento que
cuentan en el libro de Adamís... No sé cómo
lo cuente.

Bernal Díaz del Castillo

Dos lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce. Sus aguas se mezclan con ritmos de marea, en el estrecho formado por las sierras circundantes y un espinazo de montañas que parte del centro. En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres calzadas, anchas de dos lanzas jinetas. En cada una de las cuatro puertas, un ministro grava las mercancías. Agrúpanse los edificios en masas cúbicas; la piedra está llena de labores, de grecas. Las casas de los señores tienen vergeles en los pisos altos y bajos, y un terrado por donde pudieran correr cañas hasta treinta hombres a caballo. Las calles resultan cortadas, a trechos, por canales. Sobre los canales saltan unos puentes, unas vigas de madera labrada capaces de diez caballeros. Bajo los puentes se deslizan las piraguas llenas de fruta. El pueblo va y viene por la orilla de los canales, comprando el agua dulce que ha de beber: pasan de unos brazos a otros las rojas vasijas. Vagan por los lugares públicos personas trabajadoras y maestros de oficio, esperando quien los alquile por sus jornales. Las conversaciones se animan sin gritería: finos oídos tiene la raza, y, a veces, se habla en secreto. Óyense unos dulces chasquidos; fluyen las vocales, y las consonantes tienden a licuarse. La charla es una canturía gustosa. Esas xés, esas tlés, esas chés que tantos nos alarman escritas, escurren de los labios del indio con una suavidad de aguamiel.
El pueblo se atavía con brillo, porque está a la vista de un grande emperador. Van y vienen las túnicas de algodón rojas, doradas, recamadas, negras y blancas, con ruedas de plumas superpuestas o figuras pintadas. Las caras morenas tienen una impavidez sonriente, todas en el gesto de agradar. Tiemblan en la oreja o la nariz las arracadas pesadas, y en las gargantas los collaretes de ocho hilos, piedras de colores, cascabeles y pinjantes de oro. Sobre los cabellos, negros y lacios, se mecen las plumas al andar. Las piernas musculosas lucen aros metálicos, llevan antiparas de hoja de plata con guarniciones de cuero -cuero de venado amarillo y blanco. Suenan las flexibles sandalias. Algunas calzan zapatones de un cuero como de marta y suela blanca cosida con hilo dorado. E las manos aletea el abigarrado moscador, o se retuerce el bastón en forma de culebra con dientes y ojos de nácar, puño de piel labrada y pomas de pluma. Las pieles, las piedras y metales, la pluma y el algodón confunden sus tintes en un incesante tornasol y -comunicándoles su calidad y finura- hacen de los hombres unos delicados juguetes.
Tres sitios concentran la vida de la ciudad: en toda ciudad normal otro tanto sucede: Uno es la casa de los dioses, otro el mercado, y el tercero el palacio del emperador. Por todas las colaciones y barrios aparecen templos, mercados y palacios menores. La triple unidad municipal se multiplica, bautizando con un mismo sello toda la metrópoli.

El templo mayor es un alarde de piedra. Desde las montañas de bastalto y de pórfido que cercan el valle, se han hecho rodar moles gigantescas. Pocos pueblos -escribe Humboldt- habrán removido mayores masas. Hay un tiro de ballesta de esquina e saquina de cuadrado, base de la pirámide. De la altura, puede contemplarse todo el panorama chinesco. Alza el templo cuarenta torres, bordadas por fuera, y cargadas en los interior de imaginería, zaquizamíes y maderamiento picado de figuras y monstruos. Los gigantescos ídolos -afirma Cortés- están hechos con una mezcla de todas las semillas y legumbres que son alimento del azteca. A su lado, el tambor de piel de serpiente que deja oír a dos leguas su fúnebre retumbo; a su lado, bocinas, trompetas y navajones. Dentro del templo pudiera caber una villa de quinientos vecinos. En el muro que lo circunda, se ven unas moles en figura de culebras asidas, que serán más tarde pedestales para las columnas de la catedral. Los sacerdortes viven en la muralla o cerca del templo; visten hábitos negros, usan los cabellos y largos y despeinados, evitan ciertos manjares, practican todos los ayunos. Junto al templo están recluidas las hijas de algunos señores, que hacen vida de monjas y gastan los días tejiendo en pluma.
Pero las calaveras expuestas y los testimonios ominosos del sacrificio, pronto alejan al soldado cristiano, que, en cambio, se explaya con deleite en la descripción de la fiera.

Se hallan en el mercado -dice- "todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra". Y después explica que alguna más, en punto a mantenimientos, vituallas, platería. Esta plaza principal está rodeada de portales, y es igual a dos de Salamanca. Discurren ponr ella diariamente -quiere hacernos creer- sesenta mil hombres cuando menos. Cada especie o mercaduría tiene su calle, sin que se consiente confusión. Todo se vende por cuenta y medida, pero no por peso. Y tampoco se tolera el fraude: por entre aquel torbellino, andan siempre disimulados unos celosos agentes, a quienes se ha visto romper las medidas falsas. Diez o doce jueces, bajo su solio, deciden los pleitos del mercado, sin ulterior trámite de alzada, en equidad y a vista del pueblo. A aquella gran palaza traían a tratar los esclavos, atados en unas varas largas y sujetos por el collar.
Allí venden -dice Cortés- joyas de oro y plata, de plomo, de latón, de cobre, de estaño; huesos, caracoles y plumas; tal piedra labrada y por labrar; adobes, ladrillos, madera labrada y por labrar. Venden también oro en grano y en polvo, guardado en cañutos de pluma que, con las semillas más generales, sirven de moneda. Hay calles para la caza, donde se encuentran todas las aves que congrega la variedad de climas mexicanos, tales como perdices y codornices, gallinas, levancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas y pajaritos en cañuela; buharros y papagayos, halcones, águilas, cernícalos, gavilanes. De las aves de rapiña se venden también los plumones con cabeza, uñas y pico. Hay conejos, liebres, venados, gamos, tuzas, topos, lirones y perros pequeños que crían para comer castrados. Hay calle de herbolarios, dobde se venden raíces y yerbas de salud, en cuyo conocimiento empírico se fundaba la medicina: más de mil doscientas hicieron conocer los indios al doctor Francisco Hernández, médico de cámara de Felipe II y Plinio de la Nueva España. Al lado, boticarios ofrecen ungüentos, emplastos y jarabes medicinales. Hay casas de barbería, donde lavan y rapan las cabezas. Hay casas donde se come y bebe por precio. Mucha leña, astilla de ocote, carbón y braserillos de barro. Esteras para la cama, y otras, más finas, para el asiento o para esterar salas y cámaras. Verduras en cantidad, y sobre todo, cebolla, puerro, ajo, boraaja, mastuerzo, berro, acedera, cardos y targaninas. Los capulines y las ciruelas son las frutas que más se venden. Miel de abejas y cera de panal; meil de caña de maíz, tan untuosa y dulce como la de azúcar; miel de maguey, de que hacen también azúcares y vinos. Cortés, describiendo estas mieles al Emperador Carlos V, le dice con encantandora sencillez: "¡mejores que el arrope!" Los hiladosde algodón para colgaduras, tocas, manteles y pañizuelos le recuerdan la alcaicería de Granada. Asimismo hay mantas, abarcas, sogas, raíces dulces y resposterías, que sacan del henequén. Hay hojas vegetales de que hacen su papel. Hay cañutos de olores con liquidámbar, llenos de tabaco. Colores de todos los tintes y matices. Aceites de chía que nos comparan a mostaza y otros a zaragatona, con que hacen la pintura inatacable por el agua: aún conserva el indio el secreto de esos brillos de esmalte, lujo de sus jícaras y vasos de palo. Hay cueros de venado con pelo si él, grises y blancos, artificiosamente pintados; cueros de nutrias, tejones y gatos monteses, de ellos adobados y de ellos sin adobar. Vasijas, cántaros y jarros de toda forma y fábrica, pintados, vidriados y de singular barro y calidad. Maíz en grano y en pan, superior al de las Islas conocidas y Tierra Firme. Pescado fresco y salado, crudo y guisado. Huevos de gallinas y ánsares, tortillas de huevos de las otras aves.
El zumbar y ruido de la plaza –dice Bernal Días- asombra a los mismos que han estado en Constantinopla y en Roma. Es como un mareo de los sentidos, como un sueño de Breughel, donde las alegorías de la materia cobran un calor espiritual. En pintoresco atolondramiento, el conquistador va y viene por las calles de la feria, y conversva de sus recuerdos la emoción de un raro y palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en cohete los colores; el apetito despierta al olor picante de las yerbas y las especias. Rueda, se desborda del azafate todo el paraíso de la fruta: globos de color, ampollas transparentes, racimos de lanzas, piñas escamosas y cogollos de hojas. En las bateas redondas de sardinas, giran los reflejos de plata y de azafrán, las orlas de aletas y colas en pincel; de una cuba sale la bestial cabeza del pescado, bigotudo y atónita. En las calles de la cetrería, los picos sedientos; las alas azules y guindas, abiertas como un laxo abanico; las patas crispadas que ofrecen una consistencia terrosa de raíces; el ojo, duro y redondo, del pájaro muerto. Más allá, las pilas de granos vegetales, negros, rojos, amarillos y blancos, todos relucientes o oleaginosos. Después, la venatería confusa, donde sobresalen, por entre colinas de lomos y flores de manos callosas, un cuerno, un hocico, una lengua colgante: fluye por el suelo un hilo rojo que se acercan a lamer los perros. A otro término, el jardín artificial de tapices y de tejidos; los juguetes de metal y de piedra, raros y monstruosos, sólo comprensibles –siempre- para el pueblo que los fabrica y juega con ellos; los mercaderes rifadores, los joyeros, los pellejeros, los alfareros, agrupados rigurosamente por gremios, como en las procesiones de Alsloot. Entre las vasijas morenas se pierden los senos de la vendedora. Sus brazos corren por entre el barro como en su elemento nativo: forman asas a los jarrones y culebrean por los cuelos rojizos. Hay, en la cintura de las tinajas, unos vivos de negro y oro que recuerdan el collar ceñido a su garganta. Las anchas ollas parecen haberse sentado, como la india, con las rodillas pegadas y los pies paralelos. El agua, rezumando, gorgoritea en los búcaros olorosos.

Lo más lindo de la plaza –declara Gómara- está en las obras de oro y pluma, de que contrahacen cualquier cosa y color. Y son los indios tan oficiales desto, que hacen de pluma una mariposa, un animal, un árbol, una rosa, las flores, las yerbas y peñas, tan al propio que parece lo mismo que o está vivo o natural. Y acontéceles no comer en todo un día, poniendo, quitando y asentando la pluma, y mirando a una parte y otra, al sol, a la sombra, a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo, o al través, de la oa haz o del envés; y, en fin, no la dejan de las manos hasta ponerla en toda perfección. Tanto sufrimiento pocas naciones le tienen, mayormente donde hay cólera como en la nuestra.
El oficio más primo y artificioso es platero; y así, sacan al mercado cosas bien labradas con piedra y hundidas con fuego: un plato ochavado, el un cuarto de oro y el otro de plata, no soldado, sino fundido y en la fundición pegado; una calderica, que sacan con su asa, como acá una campana, pero suelta; un pesce con una escama de plata y otra de oro, aunque tengan muchas. Vacían un papagayo, que se le ande la lengua, que se le meneen las cabezas y las alas. Funden una mona, que juegue pies y cabeza y tenga en las manos un huso que parezca que hila, o una manzana que parezca que come. Y lo tuvieron a mucho nuestros españoles, y los platero de acá no alcanzan el primor. Esmaltan asimismo, engastan y labran esmeraldas, turquesas y otras piedras, y agujeran perlas…

Los juicios de Bernal Días no hacen ley en materia de arte, pero bien revelan el entusiasmo con que los conquistadores consideraron al artífice indio: “Tres indios hay en la ciudad de México –escribe- tan primos en su oficio de entalladores y pintores, que se dicen Marcos de Aquino y Juan de la Cruz y el Crespillo, que si fueran en tiempo de aquel antiguo y afamado Apeles de Miguel Ángel o Berruguete, que son de nuestros tiempos, les pusieran en el número dellos.”

El emperador tiene contrahechas en oro y plata y piedras y plumas todas las cosas que, debajo del cielo, hay en su señorío. El emperador aparece, en las viejas crónicas, cual un fabuloso Midas cuyo trono reluciera tanto como el sol. Si hay poesía en América –ha podido decir el poeta-, ella está en el gran Moctezuma de la silla de oro. Su reino de oro, su palacio de oro, sus ropajes de oro, su carne de oro. Él mismo ¡no ha de levantar sus vestiduras para convencer a Cortés de que no es de oro? Sus dominios se extienden hasta términos desconocidos; a todo correr, parten a los cuatro vientos sus mensajeros, para hacer ejecutar sus órdenes. A Cortés, que le pregunta si era vasallo de Moctezuma, responde un asombrado casique:
-Pero ¿quién no es su vasallo?
Los señores de todas esas tierras lejanas residen mucha parte del año en la misma corte, y envían sus primogéntios al servicio de Moctezuma. Día por día acuden al palacio hasta seiscientos caballeros, cuyos servidores y cortejo llenan dos o tres dilatados patios y todavía hormiguean por la calle, en los aledaños de los sitios reales. Todo el día pulula en torno al rey el séquito abundante, pero sin tener acceso a su persona. A todos se sirve de comer a un tiempo, y la botillería y despensa quedan abiertas para el que tuviere hambre y sed.

Venían trescientos o cuatrocientos mancebos con el manjar, que era sin cuento, porque todas las veces que comía y cenaba (el emperador) le traían todas las maneras de manjares, así de carnes como de pescados y frutas y yerbas que en toda la tierra se podían haber. Y porque la tierra es fría, traían debajo de cada plato y escudilla de manjar un braserico con brasa, por que no se enfriase.

Sentábase el rey en una almohadilla de cuero, en medio de un salón que se iba poblando con sus servidores; y mientras comía, daba de comer a cinco o seis señores ancianos que se mantenían desviados de él. Al principio y fin de las comidas, unas servidoras le daban aguamanos, y ni la toalla, platos, escudillas ni braserillos que una vez sirvieron volvían s ervir. Parece que mientras cenaba se divertía con los chistes de sus juglares y jorobados, o se hacía tocar música de zampoñas, flautas, caracoles, huesos y atabales, y otros instrumentos así. Junto a él ardían unas ascuas olorosas, y le protegía de las miradas un biombo de madera. Daba a los truhanes los relieves de su festín, y les convidaba con jarros de chocolate. “De vez en cuando –recuerda Bernal Díaz- traían unas como copas de oro fino, con cierta bebida hecha del mismo cacao, que decían era para tener acceso con mujeres.”
Quitada la mesa, ida la gente, comparecían algunos señores, y después los truhanes y jugadores de pies. Unas veces el emperador fumaba y reposaba, y otras veces tendían una estera en el patio, y comenzaban los bailes al compás de los leños huecos. A un fuerte silbido rompen a sonar los tambores, y los danzantes van apareciendo con ricos mantos, abanicos, ramilletes de rosas, papahigos de pluma que fingen cabezas de águilas, tigres y caimanes. La danza alterna con el canto; todos se toman de la mano y empiezan por movimientos suaves y voces bajas. Poco a poco van animándose; y, para que el gusto no decaiga, circulan por entre las filas de danzantes los escanciadores colando licores con los jarros.
Moctezuma “vestíase todos los días cuatro maneras de vestiduras, todas nuevas, y nunca más se las vestía otra vez. Todos los señores que entraban en su casa, no entraban calzados”, y cuando comparecían ante él, se mantenían humillados, la cabeza baja y sin mirarle a la cara. “Ciertos señores –añade Cortés- reprendían a los españoles, diciendo que cuando hablababn conmigo estaban exentos, mirándome a la cara, que parecía acatamiento y poca vergüenza”. Descalzábanse, pues, los señores, cambiaban los ricos mantos por otros más humildes, y se adelantaban con tres reverencias: “Señor –mi señor- gran señor”. “Cuando salía fuera el dicho Moctezuma, que era pocas veces, todos los que iban por él y los que topaba por las calles le volvían el rostro, y todos los demás se postraban hasta que él pasab”-nota Cortés. Procedíale uno como lictor con tres varas delgadas, una de las cuales empuñaba él cuando descendía de las andas. Hemos de imaginarlo cuando se adelanta a recibir a Cortés, apoyado en brazos de dos señores, a pie y por mitad de una ancha calle. Su cortejo, en larga procesión, camina tras él formando dos hileras, arrimado a los muros. Precédenle sus servidores, que extienden tapices a su paso.
El emperador es aficionado a la caza; sus cetreros pueden tomar cualquier ave a ojeo, según es fama; en tumulto, sus monteros acosan a las fieras vivas. Mas su pasatiempo favorito es la caza de altanería; de garzas, milanos, cuervos y picazas. Mientras unos andan a volatería con lazo y señuelo, Moctezuma tira con el arco y la cerbatana. Sus cerbatanas tienen los broqueles y puntería tan largos como un jeme, y de oro; están adornadas con formas de flores y animales.
Dentro y fuera de la ciudad tiene sus palacios y casas de placer, y en cada una su manera de pasatiempo. Ábranse las puertas a calles y plazas, dejando ver patios con fuentes, losados como los tableros de ajedrez; paredes de mármol y jaspe, pórfido, piedra negra; muros veteados de rojo, muros traslucientes; techos de cedro, pino, palma, ciprés, ricamente entallados todos. Las cámaras están pintadas y esteradas; tapizadas otras con telas de algodón, con pelo de conejo y con pluma. En el oratorio hay chapas de oro y plata con incrustaciones de pedrería. Por los babilónicos jardines –donde no se consentía hortaliza ni fruto alguno de provecho- hay miradores y corredores en que Moctezuma y sus mujeres salen a recrearse; bosques de gran circuito con artificios de hojas y flores, conejereas, vivares, riscos y peñoles, por donde vagan ciervos y corzos; diez estanques de agua dulce o salada, para todo linaje de aves palustres y marinas, alimentadas con el alimento que les es natural: unas con pescados, otras con gusanos y moscas, otras con maíz, y algunas con semillas más finas. Cuidan de ellas trescientos hombres, y otros cuidan de las aves enfermas. Unos limpian los estanques, otros pescan, otros les dan a las aves de comer; unos son para espulgarlas, otros para guardar los huevos, otros para echarlas cuando encloquecen, otros las pelan para aprovechar la pluma. A otra parte se hallan las aves de rapiña, desde los cernícalos y alcotanes hasta el águila real, guarecidas bajo toldos y provistas de sus alcándaras. También hay leones enjaulados, tigres, lobos, adives, zorras, culebras, gatos, que forman un infierno de ruidos, y a cuyo cuidado se consagran los trescientos hombres. Y para que nada falte en este museo de historia natural, hay aposentos donde viven familias de albinos, de mounstros, de enanos, corcovados y demás contrahechos.
Había casas para granero y almacenes, sobre cuyas puertan se veían escudos que figuraban conejos, y donde se aposentaban los tesoreros, contadores y receptores; casas de armas cuyo escudo era un arco con dos aljabas, donde había dardos, hondas, lanzas y porras, broqueles y rodelas, cascos, grebas y brazaletes, bastos con navajas de pedernal, varas de uno y dos gajos, piedras rollizas hechas a mano, y unos como paveses que, al desenrrollarse, cubrían todo el cuerpo del guerrero.

Cuatro veces el Conquistador Anónimo intentó recorrer los palacios de Moctezuma: cuatro veces renunció, fatigado.


III

La flor, madre de la sonrisa

El Nigromante

Si en todas las manifestaciones de la vida indígena la naturaleza desempeñó función tan importante como la que revelan los relatos del conquistador; si las flores de los jardines eran el adorno de los dioses y de los hombres, al par que motivo sutilizado de las artes plásticas y jeroglíficas, tampoco podían faltar en la poesía.
La era histórica en que llegan los conquistadores a México procedía precisamente de la lluvia de flores que cayó sobre las cabezas de los hombres al finalizar el cuarto sol cosmogónico. La tierra se vengaba de sus escaseces anteriores, y los hombres agitaban las banderas de júbilo. En los dibujos del Códice Vaticano, se la representa por una figura triangular adornada con torzales de plantas; la diosa de los amores lícitos, colgada de un festón vegetal, baja hacia la tierra, mientras las semillas revientan en lo alto, dejando caer hojas y flores.
La materia principal para estudiar la representación artística de la planta en América se encuentra en los momumentos de la cultura que floreció por el valle de México inmediatamente antes de la conquista. La escritura jeroglífica ofrece el material más variado y más abundante: Flor era uno de los veinte signos de los días; la flor es también signo de lo noble y lo precioso; y, asimismo, representa los perfumes y las bebidas. También surge de la sangre del sacrificio, y corona el signo jeroglífico de la oratoria. Las guirnaldas, el árbol, el maguey y el maíz alternan en los jeroglifos de lugares. La flor se pinta de un modo esquemático, reducida a estrecita simetría, ya vista por el perfil o ya por la boca de la corola. Igualmente, para la representación del árbol se usa de un esquema definido: ya es un tronco que se abre en tres ramas iguales rematando en haces de hojas, o ya son dos troncos divergentes que se ramifican de un modo simétrico.
En las esculturas de piedra y barro hay flores aisladas –sin hojas- y árboles frutales radiantes, unas veces como atributos de la divinidad, otras como adornos de la persona o decoración exterior del utensilio.
En la cerámica de Cholula, el fondo de las ollas ostenta una estrella floral, y por las paredes internas y externas del vaso corren cálices entrelazados. Las tazas de las hilanderas tienen flores negras sobre fondo amarillo, y, en ocasiones, la flor aparece meramente evocada por unas fugitivas líneas.
Busquemos también en la poesía indígena la flor, la naturaleza y el paisaje del valle.

Hay que lamentar como irremediable la pérdida de la poesía indígena mexicana. Podrá la erudición descubrir aislados ejemplares de ella o probar la relativa fidelidad con que algunos otros fueron romanceados por los misioneros españoles; pero nada de eso, por muy importante que sea, compensará nunca la pérdida de la poesía indígena como fenómeno general y social. Lo que de ella sabemos se reduce a angostas conjeturas, y a tal o cual ingenuo relato conservado por religiosos que acaso no entendieron siempre los ritos poéticos que describían;L así como se reduce lo que de ella imaginamos a la fabulosa juventud de Netzahualcóyotl, el príncipe desposeído que vivió algún tiempo bajo los árboles, nutriéndose con sus frutos y componiendo canciones para solazar su destierro. De lo que pudo haber sido el reflejo de la naturaleza en aquella poesía quedan, sin emb argo, algunos curiosos testimonios; los cuales, a despechos de probables adulteraciones, parecen basarse sobre elementos primitivos legítimos e inconfundibles. Trátase de viejos poemas escritos en lengua náhoa, de los que cantaban los indios en sus festividades, y a los que se refiere Cabrera y Quintero en su Escudo de Armas de México (1746). Aprendidos de memoria, ellos transmitían de generación en generación las más minuciosas leyendas epónimas, y también las reglas de la costumbre. Quien los tuvo a la mano, los pasó en silencio, tomándolos por composciones hechas para honrar a los demonios. El texto actual de los únicos que posemos no podría ser una traslación exacta del primitivo, puesto que la Iglesa hubo de castigarlos, aunque toleró, por inevitable, la cosumbre gentil de recitarlos en banquetes y bailes. En 1555, el Concilio Provincial ordenaba someterlos a la revisión del ministro evangélico, y tres años después se renovaba a los indios la prohibición de cantarlos sin permiso de sus párrocos y vicarios. De los únicos hasta hoy conocidos –pues de los que Fray Bernandino de Sahagún parece haber publicado sólo la mención se conserva- no se sabe el autor ni la procedencia, ni el tiempo en que fueron escritos; aunque se presume que se trata de genuinas obras mexicanas, y no, como alguien creyó, de mera falsificación de los padres catequistas. Convienen los arqueólogos en que fueron recopilados por un fraile para ofrecerlos a su superior; y, compuestos antes de la conquista, se les redactó por escrito poco después que la vieja lengua fue reducida al alfabeto español. Tan alterados e indirectos como nos llegan, ofrecen estos cantares un matiz de sensibilidad lujuriosa que no es, en verdad, prpopio de los misioneros españoles –gente apostólica y sencilla, de más piedad que imaginación. En terreno tan incierto, debemos, sin embargo, prevenirnos contra las sorpresas del tiempo. Ojalá en la inefable semejanza de estos cantares con algún pasaje de Salomón no haya más que una coincidencia. Ya nos tiene muy sobre aviso aquella colección de Aztecas en que Pesado parafrasea poemas indígenas, y donde la crítica ha podido descubrir ¡la influencia de Horacio en Netzahualcóyotl!
En los viejos cantares náhoas, las metáforas conservan cierta audacia, cierta aparente incongruencia; acusan una ideación no europea. Brinton –que los trqaduo al inglés y publicó en Philadelphia, 1887- cree descubrir cierto sentido alegórico en uno de ellos: el poeta se pregunta dónde hay que buscar la inspiración, y se responde, como Wordswort, que en el grande escenario de la naturaleza. El mundo mismo le aparece como un sensitivo jardín. Llámase el cantar Ninoyolnonotza: meditación concentrada, melancólica delectación, fantaseo largo y voluptuoso, donde los sabores del sentido se van trasmutando en aspiración ideal:

NINOYOLNONOTZA

I. Me reconcentro a meditar profundamente dónde poder recoger algunas bellas y fragantes flores. ¿A quién preguntar? Imaginaos que interrogo al brillante pájaro zumbador, trémula esmeralda; imaginaos que interrogo a la amarilla mariposa: ellos me dirán que saben dónde se producen las bellas y fragantes flores, si quiero recogerlas aquí en los bosques de laurel, donde habita el Tzinitzcán, o si quiero tomarlas en la verde selva donde mora el Tlauquechol. Allí se las puede cortar brillantes de rocío; allí llegan a su desarrollo perfecto. Tal vez podré verlas, si es que han aparecido ya: ponerlas en mis haldas, y saludar con ellas a los niños y alegrar a los nobles.
II. Al pasear, oigo como si verdaderamente las rocas respondieran a los dulces cantos de las flores; responden las aguas lucientes y murmuradoras; la fuente azulada canta, se estrella, y vuelve a cantar; el Cenzontle contesta; el Coyoltótotl suele acompañarle, y muchos pájaros canoros esparcen en derredor sus gorjeos como una música. Ellos bendicen a la tierra, haciendo escuchar sus dulces voces.
III. Dije, exclamé: ojalá no os cause pena a vosotros, amados míos que os habéis parado a escuchar; ojalá que los brillantes pájaros zumbadores acudan pronto. -¿A quién buscaremos, noble poeta? –Pregunto y digo-: ¿en dónde están las bellas y fragantes flores con las cuales pueda alegraros, mis nobles compañeros? Pronto me dirán ellas cantando: -Aquí, oh, cantor, te haremos ver aquello con que verdaderamente alegrarás a los nobles, tus compañeros.
IV. Condujéronme entonces al fértil sitio de un valle, sitio floreciente donde el rocío se difunde con brillante esplendor, donde vi dulces y perfumadas flores cubiertas de rocío, esparcidas en derredor a manera de arcoiris. Y me dijeron: - Arranca las flores que desees, oh cantor –ojalá te alegres-, y dalas a tus amigos, que puedan regocijarse en la tierra.
V. Y luego recogí en mis haldas delicadas y deliciosas flores, y dije: -¡Si algunos de nuestro pueblo entrasen aquí! ¡Si muchos de los nuestros estuviesen aquí! Y creí que podía salir a anunciar a nuestros amigos que todos nosotros nos regocijaríamos en las variadas y olorosas flores, y escogeríamos los diversos y suaves cantos con los cuales alegraríamos a nuestros amigos, aquí en la tierra y a los nobles en su grandeza y dignidad.
VI. Luego yo, el cantor, recogí todas las flores para ponerlas sobre los nobles, para con ellas cubrirlos y colocarlas en sus manos; y me apresuré a levantar mi voz en un canto digno, que glorificase a los nobles ante la faz de Tloque-in-Nahuaque, en donde no hay servidumbre.
… El dolor llena mi alma al recordar en dónde yo, el cantor, vi el sitio florido…

De manera que el poeta, en pos del secreto natural, llega hasta el lecho mismo del valle. Estoy en un lecho de rosas, parece decirnos, y envuelvo mi alma en el arcoiris de las flores. Ellas cantan en torno suyo, y, verdaderamente, las rocas responden a los cantos de las corolas. Quisiera ahogarse de placer, pero no hay placer no compartido, y así, sale por el campo llamando a los de su pueblo, a sus amigos nobles y a todos los niños que pasan. Al hacerlo, llora de alegría. (La antigua raza era lacrimosa y solemne.) De manera que la flor es causa de lágrimas y regocijos.
La parte final decae sensiblemente, y es quizá aquella en que el misionero español puso más la mano.
Podemos imaginar que, en una rudimental acción dramática, el cantor distribuía flores entre los comensales, a medida que la letra lo iba dictando. Sería una pequeña escenificación simbólica como esas de que aún dan ejemplo las celebraciones de la Iglesia. Anúncianlas ya los ritos dionisiacos, los ritos de la naturaleza y del vegetal, y perduran todavía en el sacrificio de la misa.
La peregrinación del poeta en busca de flores, y aquel interrogar al pájaro y a la mariposa, evocan en el lector la figura de Sulamita en pos del amado. La imagen de las flores es frecuente como una obsesión. Hay otro cantar que nos dice: “Tomamos, desenredamos las joyas. Las flores azules son tejidas sobre las amarillas, que podemos darlas a los niños. –Que mi alma se envuelva en varias flores, que se embriague con ellas, porque pronto debo ausentarme.” La flor aparece al poeta como representación de los bienes terrestres. Pero todos ellos nada valen ante las glorias de la divinidad: “Aún cuando sean joyas y preciosos ungüentos de discursos, ninguno puedo hablar aquí dignamente del dispensador de la vida.” –En otro poema relativo al ciclo de Quetzalcóatl (el ciclo más importante de aquella confusa mitología, símbolo de civilizador y profeta, a la vez que mito solar más o menos vagamente explicado), en toques descriptivos de admirable concentración surge a nuestros ojos “la casa de los rayos de luz, la casa de culebras emplumadas, la casa de turquesas”. De aquella casa, que en las palabras del poeta brilla como un abigarrado mosaico, han salido los nobles, quienes “se fueron llorando por el agua” –frase en que palpita la evocación de la ciudad de los lagos. El poema es como una elegía a la desaparición del héroe. Se trata de un rito lacrimoso, como el de Perséfone, Adonis, Tamuz o alguno otro popularizado en Europa. Sólo que, a diferencia de lo que sucede en las costas del Mediterráneo, aquí el héroe tarda en resucitar, tal vez nunca resucitará. De otro modo, hubiera triunfado sobre el dios sanguinario y zurdo de los sacrificios humanos, e impidiendo la dominación del bárbaro azteca, habría transformado la historia mexicana. El quetzal, el pájaro iris que anuncia el retorno del nuevo Arturo, ha emigrado, ahora, hacia las regiones ístmicas del Continente, intimando acaso nuevos destinos. “Lloré con la humillación de las montañas; me entristecí con la exaltación de las arenas, que mi señor se había ido.” El héroe se muestra como un guerrero: “En nuestras batallas, estaba mi señor adornado con plumas.” Y, a pocas líneas, estas palabras de desconcertante “sintetismo”: “Después que se hubo embriagado, el caudillo lloró; nosotros nos glorificamos de estar en su habitación.” (“Metióme el rey en su cámara: gozarnos hemos alegrarnos hemos en ti.” Cant. de Cant.) El poeta tiene muy airosas sugestiones: “Yo vengo de Nonohualco –dice- como si trajera pájaros al lugar de los nobles.” Y también lo acosa la obsesión de la flor: “Yo soy miserable, miserable como la última flor”.

IV

But glorious it was to see, how the
Open region was filled with horses and chariots…

Bunyan, The pilgrim´s progress

Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera fío demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero cuando no se aceptara lo uno ni lo otro –ni la obra de la acción común, ni la obra de la contemplación común-, convéngase en que la emoción histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz. El poeta ve, al reverberar de la luna en la nieve de los volcanes, recortarse sobre el cielo el espectro de Doña Marina, acosada por la sombra del Flechador de Estrellas; o sueña con el hacha de cobre en cuyo filo descansa el cielo; o piensa que escucha, en el descampado, el llanto funesto de los mellizos que la diosa vestida de blanco lleva a las espaldas: no le neguemos la evocación, no desperdiciemos la leyenda. Si esa traidción nos fuera ajena, está como quiera en nuestras manos, y sólo nosotros disponemos de ella. No renunciaremos –oh Keats- a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces.

Madrid, 1915
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