Sonido Fulgor

lunes, 25 de enero de 2010

Paul Gsell - Recapitulando a Rodin.

"En arte, solo es feo lo que no tiene caracter, es decir, lo que no revela ninguna verdad interior ni exterior. En arte es feo lo que es falso, lo que es artificial, lo que pretende ser bonito o bello en lugar de ser expresivo, lo que es trivial y precioso, lo que sonrie sin motivo, lo que se amanera sin razon; todo lo que carece de alma y de veracidad, todo lo que es solo apariencia de belleza o de gracia, todo lo que miente... ...En el arte solo es hermoso lo que tiene caracter. El caracter es la intensa verdad de un espectaculo natural cualquiera, hermoso o feo. Y hasta se podria decir que es una verdad doble, puesto que es la verdad interior expresada por la verdad exterior."



EN LA NATURALEZA TODO ES BELLO PARA EL ARTISTA.

Otro día, hallándome con Rodin en su gran taller de Meudon, miraba yo un calco de esa estatuilla, de tan “magnifica fealdad”, que él realizó tomando como tema la poesía de Villon sobre la “Belle Heaulmiére”.

La cortesana que era antaño un prodigio radiante de juventud y de gracia, es ahora un ser repelente en plena decrepitud. Tanto como estaba entonces orgullosa de su encanto, está ahora avergonzada de su espantosa fealdad.


Ha! Viellese félonne et fiére
Pourquoi m’as si tot abattue?
Qui mi tient que je ne me fiére
Et qu’a ce coup je ne me tue ¡

“!Ah! vejez traidora y cruel,-
¿por qué me has abatido tan pronto?
Quien impide que yo me hiera
¡y que con este golpe me mate !”


La estatua sigue, paso a paso, a la poesía. Esa vieja cortesana, más arrugada que una momia, se lamenta de su decadencia física. Curvada en dos, desliza su mirada desesperada sobre sus pechos, lamentables bolsas vacías, sobre su vientre horriblemente arrugado, sobre sus brazos y sus piernas más nudosos que sarmientos.


Cuando pienso, ay, en aquel tiempo,
Cual fui, cual soy,
Cuando me miro desnuda
Y me veo tan muy cambiada
Pobre, seca, magra, menuda,
¡Me da casi mal de rabia!
En donde esta la frente lisa,
Los cabellos rubios…
Los gentiles hombros menudos,
Pezoncitos, caderas carnosas,
Altas limpias, mandadas a hacer
Para librar amorosas lides;
¡Es de humana belleza el paradero!
Los brazos cortos y las manos contraídas,
Los hombros jorobados,
Las mamas ¡que! resecas, muy retraídas,
Igual las ancas que las tetas!
… Y los muslos,
Muslos no son, sino muslillos
¡Moteados como salchichas!


De este espectáculo, grotesco y enervante a la vez, emana una gran tristeza.

Lo que ella ve ante sí, es la infinita desesperanza de una pobre alma deslumbrada que, ebria de juventud y de eterna belleza, asiste impotente a la ruina ignominiosa de su envoltura carnal. Es la antítesis del ser espiritual que reclama la dicha sin fin, y del cuerpo que se va, se disuelve, se anonada. La realidad perece y la carne agoniza; pero el deseo y la ilusión son inmortales.

He aquí lo que Rodin nos ha querido hacer sentir. Yo no conozco que alguien haya evocado jamás la vejez con una más feroz crueldad.

Y sin embargo, ¡sí ¡ En el bautisterio de Florencia, se ve sobre un altar una extraña estatua de Donatello, una vieja totalmente desnuda, o por lo menos únicamente cubierta por sus largos cabellos que se aplican grasientos sobre su cuerpo en ruinas. Es Santa Magdalena retirada al desierto, cargada de años, ofreciendo a Dios crueles maceraciones a las que somete su cuerpo para castigarlo de los cuidados pecaminosos que en otro tiempo le prodigó.

La implacable sinceridad del maestro Florentino es tan grande que seguramente ni siquiera Rodin la supera. Por lo demás, el sentimiento de ambas estatuas difiere. En tanto que la Santa Magdalena, en su voluntad de renunciamiento, parece tanto más radiante de gozo cuanto más repugnante se ve, la vieja Heaulmiere se siente aterrorizada de verse semejante a un cadáver.

La Escultura moderna es, pues, mucho más trágica que la antigua.

Habiendo contemplado en silencio algunos momentos el maravilloso modelo de horror que yo tenía ante la vista:
–Maestro – le dije a mi huésped–, nadie admira más que yo esta asombrosa figura; pero espero que usted no se ofenderá si le hago reconocer el efecto que ella produce en el Museo de Luxemburgo, sobre muchos visitantes y, sobre todo, sobre las mujeres…

–Le agradeceré que me lo diga.

–Y bien: el público en general se aleja de ella, exclamando: ¡ Que resumen de fealdades !…
A menudo he visto mujeres que se tapaban los ojos para sustraerse a esa visión.
Rodin se puso a reír de buena gana.

–Hay que creer que alguna elocuencia tiene mi obra para provocar expresiones tan enérgicas. Por otra parte, no cabe duda de que estas personas temen las verdades filosóficas demasiado rudas.

Pero lo que únicamente importa es la opinión de las gentes de gusto, y yo me he alegrado mucho al recoger sus opiniones a propósito de mi vieja Heaulmiere. En esto soy como aquella cantante romana que respondía a los silbidos del vulgo : "Equitibus cano". O sea "Yo no canto más que para caballeros" …es decir, para los entendidos.

El vulgo frecuentemente se imagina que lo que él juzga feo en la realidad, no puede constituir materia de arte. En el fondo quisiera prohibirnos, a los artistas, representar lo que le desagrada y lo ofende en la Naturaleza.
Es un profundo error de su parte.

Lo que comúnmente se llama fealdad en la naturaleza, puede convertirse, mediante el arte, en una gran belleza.

En el orden de las cosas reales, se llama feo lo que es disforme, lo que es malsano, lo que sugiere la idea de enfermedad, de debilidad y de sufrimiento, lo que es contrario a la normalidad, signo de salud y de fuerza. Un jorobado es feo; un patizambo es feo.

Feas son aún el alma y la conducta del hombre vicioso y criminal, del hombre anormal que perjudica a la sociedad; fea es el alma parricida, del traidor, del ambicioso sin escrúpulos.

Es, pues, legítimo que estos seres y estos objetos, de los cuales no se puede esperar nada bueno, sean designados con un epíteto odioso.

Sin embargo, dejad que un gran artista o un gran escritor se apodere de alguna de estas fealdades; instantáneamente él la transfigurará. De un golpe de varita mágica la habrá convertido en una belleza. ¡ Cosa de magia; caso de hechizo ¡…

Que Velásquez pinte a Sebastián, el enano de Felipe IV y le dotara de una mirada tan conmovedora que podremos leer en ella todo el secreto de este enfermo, obligado, para asegurarse la existencia, a degradar su condición humana, a convertirse en un juguete, en un viviente muñeco…

Y cuando más agudo sea el martirio sufrido por la conciencia que se oculta en este cuerpo monstruoso, tanto más bella será la obra del artista.

Que Francois Mollet represente un pobre palurdo que descansa apoyado en el mango de su azada, un infeliz aplastado por la fatiga, quemado por el sol, tan embrutecido como una bestia de carga; bastará que el artista acuse en la expresión de este desdichado la resignación ante el suplicio a que lo ha condenado el destino, para que esta criatura de pesadilla se convierta en un magnífico símbolo de la humanidad entera .

Que Beaudelaire describa una inmunda carroña, viscosa y raída por los gusanos y que imagine bajo tan horrible apariencia a la mujer amada; nada igualará en esplendor a esta terrible oposición de la Belleza a la que quisiéramos eterna, y la atroz desintegración que le espera :


“Et pourtant vous serez semblable á cette ordure,
“A cette horrible infection,
“Etoile des mes yeux, Soleil de ma Nature,
“o mon ange et ma passion!…

“Oui, telle vous sérez, o la reine des Graces,
“Aprés les derniers secrements,
“Quand voous irez sous l’hrbe et les floraisons grases
“pourrir parmi les ossements…


Y del mismo modo, cuando Shakespeare pinta a Yago o a Ricardo III, cuando Racine pinta a Nerón o a Narciso, la fealdad moral interpretada por dos espíritus tan claros y penetrantes se convierte en un maravilloso tema de belleza.

Es que, en efecto, en el arte sólo es hermoso lo que tiene carácter.

El carácter es la intensa verdad de un espectáculo natural cualquiera, hermoso o feo.

Y hasta se podría decir que es una VERDAD DOBLE, puesto que es la verdad interior expresada por la verdad exterior; es el alma, el sentimiento, el ideal. Lo que expresan los rasgos de un rostro, los gestos y las acciones de un ser humano, los colores de un cielo, o la línea del horizonte.

Luego, pues, para el gran artista, todo en la Naturaleza tiene CARÁCTER: puesto que la implacable veracidad de sus observaciones penetra el sentido oculto de todas las cosas.

Y lo que frecuentemente se considera feo en la Naturaleza, presenta a menudo masCARÁCTER que lo que se considera bello, porque en la crispación de una fisonomía enfermiza, o en la desencajada expresión de una máscara de vicioso, en toda deformación, en toda podredumbre, la verdad interior brilla más fácilmente que sobre los rasgos normales y sanos.

Y como solamente la potencia del carácter es lo que hace la belleza en arte, acontece a menudo, que cuando más feo es un ser en la Naturaleza, más hermoso resulta en el arte.

En el arte, sólo es feo lo que no tiene carácter, es decir, lo que no revela ninguna verdad interior ni exterior.

En arte es feo lo que es falso, lo que es artificial, lo que pretende ser bonito o bello en lugar de ser expresivo, lo que es trivial y precioso, lo que sonríe sin motivo, lo que se amanera sin razón, todo lo que carece de alma y de veracidad, todo lo que es sólo apariencia de belleza o de gracia, todo lo que miente.

Cuando un artista, con la intención de embellecer la Naturaleza, le añade verde a la Primavera, rosa a la aurora, carmín a unos labios jóvenes, no hace más que crear fealdad, puesto que miente.

Cuando atenúa el gesto del dolor, la decadencia de la vejez, el horror de la perversidad, cuando “corrige” a la Naturaleza, cuando la vela, la disfraza, la atempera para gustar al público ignorante, crea fealdad, porque tiene miedo de la verdad.

Para el artista digno de este nombre, todo es bello en la Naturaleza, porque sus ojos, aceptando intrépidamente toda la verdad exterior, leen sin dificultad, como en un libro abierto, toda la verdad interior.

Al artista le basta con mirar un rostro humano para descifrar un alma; ningún rasgo lo engaña, la hipocresía es para él cosa tan transparente como la sinceridad; la inclinación de una frente, el menor fruncimiento de los párpados, una mirada fugitiva le revelan los secretos de un corazón.

El artista puede escrutar el espíritu recóndito del animal. Esbozo de sentimientos y de ideas, sorda inteligencia, rudimentos de ternura, toda la humilde vida interior de la bestia se le revela en las miradas y en los movimientos.

Del mismo modo recoge las confidencias de la Naturaleza inanimada. Los árboles, las plantas, le hablan como amigos.

Las viejas y nudosas encinas le dicen su inclinación propicia para la humanidad que protegen con sus ramas extendidas.

Las flores se tornan elocuentes para él, mediante la delicada curvatura de sus tallos, por los matices delicados de sus pétalos; cada corola entre el follaje es una palabra afectuosa que le dirige la Naturaleza.

Para él la vida es una fuente de goces infinitos, un asombro perpetuo, un permanente motivo de alegría.

No es que todo le parezca bueno, puesto que el dolor y el sufrimiento que tan frecuentemente ataca a sus seres queridos y a él mismo, desmentirían muy pronto y muy cruelmente este exceso de optimismo.

Pero, para el artista todo es bello, puesto que él marcha sin cesar en medio de la luz de la verdad espiritual.

Si, hasta en el sufrimiento, hasta en la muerte de los seres amados y hasta en la traición de un amigo, el gran artista – y entiendo por este nombre lo mismo el poeta que el pintor o el escultor –, encuentra la trágica voluptuosidad de la admiración.

Puede sentir a veces torturado su corazón; pero, más fuertemente aún que su pena, siente el áspero goce de comprender y expresar. En todo lo que ve, descubre lúcidamente las intenciones del destino. Por encima de sus mismas angustias y de sus propias heridas, levanta sus miradas de entusiasmo, propias del hombre que ha sabido comprender los decretos de la suerte.

Traicionado por un ser querido, vacila bajo el golpe que lo hiere; luego, recobrando su serenidad, contempla esta perfidia como un bello ejemplo de bajeza, y saluda aquella ingratitud como una favorable experiencia que necesitaba para enriquecer su alma. Su éxtasis es, a veces, terrorífico; pero esto puede llamarse aún felicidad, puesto que, en resumidas cuentas, no hace sino practicar la continua adoración de la verdad.

Cuando contempla a los seres que se destruyen unos a otros, toda juventud que se marchita, todo vigor que decae, todo genio que se apaga; cuando mira cara a cara aquella voluntad que decretó todas estas sombrías leyes, entonces, más que nunca, es feliz de saber y, ahíto de verdad, se siente formidablemente dichoso.


Paul Gsell en EL ARTE

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