Sonido Fulgor

lunes, 25 de enero de 2010

SOL Y CARNE



I

El sol, hogar de ternura y vida,
derrama amor ardiente en la tierra encantada,
y, tumbados en el valle, sentimos
que la tierra es núbil y rebosa de sangre;
que su inmenso seno, por un alma agitado,
es de carne como la mujer, de amor como dios,
y que encierra, repleto de rayos y savia,
el inmenso hormigueo de todos los embriones.
Y todo crece, y todo sube.
Oh Venus, Diosa.
Añoro los tiempos de la antigua juventud,
de sátiros lascivos, de faunos animales,
dioses que por amor mordían a la corteza de las ramas
y en los nenúfares besaban a la Ninfa rubia.
Añoro los tiempos en que la savia del mundo,
el agua del río, la sangre rosa de los árboles verdes
ponían un universo en las venas de Pan,
cuando el suelo latía, verde, bajo sus patas de cabra;
cuando, al besar suavemente sus labios la clara siringa,
modulaban bajo el cielo un gran himno de amor;
cuando escuchaban en torno, de pie en la llanura,
cómo atendía a su llamada la Naturaleza viva;
cuando los árboles mudos, que acunan el canto del ave,
la tierra que acuna al hombre, y el océano azul,
y todos los animales amaban, se amaban en Dios.
Añoro los tiempos de la gran Cibeles,
cuando cuentan que recorría, bellísima,
en su carroza de bronce, espléndidas ciudades;
su doble seno vertía en la inmensidad
el puro chorro de la vida infinita.
El hombre mamaba, feliz, de sus benditos pechos,
jugando en sus rodillas como una criatura.
Y porque era fuerte, el Hombre era casto y dulce.
Por desgracia, ahora dice: lo sé todo,
y va con los ojos cerrados, las orejas tapadas.
Y sin embargo, basta de dioses, basta de dioses: el hombre es Rey,
el Hombre es Dios. Pero el Amor es la mayor Fe.
Si el hombre bebiera aún de tu pecho,
suprema madre Cibeles de los dioses y los hombres;
si no hubiera dejado a Astarté, la inmortal,
que antaño, emergiendo en la claridad inmensa
de las ondas azules, flor de carne que las olas aroman,
descubrió su ombligo rosa donde nieva la espuma
e hizo cantar, Diosa de grandes ojos negros victoriosos,
el ruiseñor en los bosques, el amor en los corazones.

II

Creo en ti, creo en ti, divina madre,
Afrodita marina. El camino es amargo
desde que otro Dios nos ha uncido en su cruz;
Carne, Mármol, Flor, Venus, creo en ti.
Sí, el hombre es feo y triste, triste bajo el vasto cielo,
lleva vestidos porque ya no es casto,
porque ha manchado su altivo busto de dios,
y ha encogido, como ídolo en el fuego,
su cuerpo olímpico en sucias servidumbres.
Sí, incluso trás la muerte, en el esqueleto pálido
quiere vivir, ofendiendo a la primitiva belleza.
Y el ídolo en el que pusiste tanta virginidad,
en el que divinizaste nuestro barro, la Mujer,
para que el hombre pudiera iluminar su pobre alma
y subir lentamente, en un inmenso amor,
de la cárcel terrestre a la belleza de la luz,
la Mujer, no sabe ya siquiera ser cortesana.
Es una bonita farsa, y el mundo se mofa
del nombre dulce y sagrado de Venus.

III

Si esos tiempos volvieran, tiempos que pasaron.
Porque acabó el Hombre, representó ya todos los papeles.
A plena luz, harto de destruir ídolos,
resucitará, libre de todos sus Dioses,
y, como pertenece al cielo, escrutará los cielos.
El Ideal, el pensamiento eterno, invencible,
ese dios que vive bajo su barro carnal,
se elevará, se elevará, arderá en su frente.
Y cuando lo veas explorar el horizonte,
desdeñoso de los viejos yugos, libre de miedo,
vendrás a conocederle la santa Redención.
Espléndida, radiante, del seno de los mares
surgirás, derramando por el vasto Universo
el Amor infinito con sonrisa infinita.
El mundo vibrará como una lira inmensa
con el estremecimiento de un inmenso beso.
El mundo tiene sed de amor: tú vendrás a calmarla.


Rimbaud

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