Sonido Fulgor

domingo, 29 de mayo de 2011

La melodía luminosa del sonido adecuado



Volcán encendido 4

Volcán despierto 4

Volcán encendido 1

Los volcanes de Vicente Rojo
Carlos Monsiváis
Nunca le he preguntado a Vicente Rojo por su idea del paisaje, entre otras cosas por la posible respuesta: “Si no la extraes de mi trabajo, nunca tendrás noticia.” En su extraordinaria serie deLluvias, por ejemplo, la lluvia, entre otro de sus comentarios, aclara y oculta el paisaje, al que disuelve y pone de relieve porque un hecho deviene una sucesión de vértigos aquietados, si la expresión tiene algún sentido. Según Rojo, el paisaje es el eje del diálogo con la Naturaleza, a la que debemos entender por partes o, si se quiere, reconocerla en sus momentos culminantes. No hay tal cosa como la Naturaleza que se da por entero y de una buena vez, la vista elige y las lluvias se observan mejor al fragmentarse. Esto, sin la moraleja traicionera según la cual el diluvio universal cabe en un vaso de agua.
Los volcanes son, siempre, la sospecha o la evidencia de sus estremecimientos, de sus fulgores mortales, de todo lo que auspicia: visiones literarias, testimonios, fotografías, películas, óleos, grabados. El Etna, el Paricutín, Krakatoa, los restos de Pompeya, las imágenes clásicas de la fuga de la pareja campesina con el niño, los pueblos sepultados por la lava, el terror ante el avance del río ígneo, el ánimo confuso que ve en la catástrofe la ira de Dios, los cuerpos calcinados que brotan de los escondrijos de la Tierra al excavar en las ruinas, las crepitaciones del calor, el eco de los rezos que no amenguaron la furia geológica, las bellísimas nativas arrojadas al cráter con tal de apaciguar la indignación de los dioses, los bailes y las oraciones que imploran la concordia. “Ten piedad de mí, oh dios, borra mis rebeliones”…
Rojo no desatiende esta realidad tan armada con datos y supersticiones, pero no la incorpora a su trabajo. Para él –y lo desprendo de sus piezas, nunca de sus escasas y precisas declaraciones–, los volcanes son piezas sólidas y pruebas fantasmáticas, un signo de la fertilidad presente aún allí, las formaciones que encierran de tarde en tarde la ingrata novedad de las fumarolas y las corrientes de lava y las formas del cosmos más antiguo donde cuentan las sorpresas de la tierra incendiada, el ruido primigenio ante el que se inmovilizan el terror y la prisa. Pero en la serie de Rojo no hay amenazas, sólo cristaliza la noción primordial, antes del pánico y la huída con las creencias sobre los hombros (los penates de última hora), surgieron los volcanes que ahora, en una sucesión de piezas artísticas, emiten la persuasión de sus formas.
El estilo de Vicente Rojo se despliega. Es elegante sin pretensiones, es sencillo y jamás desciende a la simpleza, admite que se le absorba con un golpe de vista y deja que los espectadores/lectores confunden la levedad con la ligereza. No se puede asimilar por entero un estilo a partir de la primera impresión, un aviso o, si se quiere, una premonición del cuadro, el grabado, la escultura. Por eso, el estilo de Rojo es la síntesis y el anuncio de su visión del mundo donde la delicadeza es –sin paradojas– la fuerza primordial; la belleza es un elemento que la contemplación reiterada adquiere; la finura proviene de los numerosos experimentos inadvertidos, de la eliminación de los recursos considerados superfluos por el artista, del experimentar para que la autocrítica ordene las relaciones entre el creador y las formas que vayan surgiendo.
¿Qué es la inteligencia artística? En el caso de Rojo es el juego del entendimiento de los límites y los avances, la humildad que se niega a reconocerse en la repetición, el espíritu que se libera al eliminar el mensaje y al suprimir lo gratuito. A Rojo le importa la obtención de lo necesario, y para ello en cada una de sus series recomienza en la definición de lo necesario, aquello que, por principio, establece la multiplicidad de los lenguajes. Cada pintor debe intentar en su obra y hasta donde se puede el ordenamiento lingüístico de la Torre de Babel.
Rojo no se repite en la producción seriada de un símbolo o una representación. En su serie de Volcanes construidos, hace de la variedad el centro de su obtención de semejanzas, cuánto se parece esta pintura o esta escultura a sí misma (el objeto como espejo de su continuidad) y cuánto difiere de sus iguales. El gran parecido es una trampa en la que únicamente caen los descuidados, y la lectura de imágenes es una disciplina recompensada por el hallazgo de matices. Lo dice el poeta Jorge Cuesta: “Capto la seña de una mano y veo/ que hay una libertad en mi deseo.”

Volcán despierto 7
A Rojo no le interesa la hermosura deliberada, es decir, la localización del hechizo o del círculo de tiza que atrapa a los que llegan a las artes plásticas. Su estética, en todo caso, se va revelando en el acercamiento satisfactorio a una de sus piezas, y el gozo de contemplar se acrecienta en la siguiente contemplación porque, si es verdad la paradoja de Oscar Wilde, “la naturaleza imita al arte”, también puede ser cierto que si hay una manera fija de contemplar la belleza, ésta probablemente no existe. ¿Tiene sentido entonces precisar “Este no es un volcán”?
Lo argumenta Wittgenstein: “Todo lo que se puede decir se ha de decir claramente, de lo que no se puede hablar, mejor callarse.” Y luego aclara: el lenguaje es un retrato de la realidad.
Sin establecer comparaciones, me resulta evidente que para Rojo todo lo que se puede crear artísticamente se ha de crear con claridad, lo que no se pueda crear mejor omitirlo. Y esto se transparenta en sus volcanes, formulaciones esenciales de un punto de vista que es una declaración de bienes. Su lenguaje pictórico es, a su modo y como se debe, un retrato de la realidad en tanto disfruta de las formas estéticas.
Escribe Harold Rosenberg: “Puesto que el artista se ha convertido en un actor, el espectador tiene que producir mentalmente un vocabulario de la acción: el momento en que surge, su duración, su dirección, el estado psíquico, la concentración y el relajamiento de la voluntad, la pasividad, la vigilancia alerta. El espectador debe volverse un conocedor de las graduaciones entre lo automático, lo espontáneo, lo evocado.”
Nunca hay tradiciones sólo nacionales, nunca hay tradiciones sólo internacionales, nunca hay arte contemporáneo sin tradición. Por eso, ante el arte globalizado (un mismo espacio creativo, un mismo mercado, diferentes y cada vez más escasas puertas de acceso), lo que cuenta, además de afirmaciones y contrariedades, es el deleite del espectador que es el cómplice (crítico) de la obra, el autor indirecto de lo que ve, o más directo de lo que se piensa, puesto que canjea las interpretaciones por las sensaciones, la institución inesperada que transforma en estética y vivencias donde crecen en el espacio de las significaciones los objetos a su disposición.
La originalidad de Rojo ¿En qué consiste? Probablemente, esto deduzco, en que el estilo, tan preciso desde su primera etapa, no es memorizable ni crea reflejos condicionantes. (Es memorable y crea esa gama de contemplar una obra que es el otro nombre de la adicción.) Es un estilo hecho de cambios, de sorpresas, de encuentros, que de pronto modifican el territorio conocido. La originalidad de Rojo viene de su notable inteligencia artística y de su precisión conceptual, a sabiendas de que en este término (precisión conceptual) se refiere a los conceptos tal y como se ejercen o se ejercitan en el taller, ante la tela, ante el barro, ante la visión de un conjunto sólo integrado desde el amor al detalle.
Cada volcán es, en potencia o en acto, una sucesión de erupciones. A Rojo le entusiasma –no lo dice, lo demuestra– la metamorfosis de una pieza y de una sucesión de imágenes en alegorías que, en este caso, no predicen una intromisión de las entrañas de la Tierra, sino un fenómeno de las alusiones: el físico se desdobla en metáforas de la mirada con todo y alusiones al volcán y desdibujamientos, que se vuelven tributarias de una operación de la memoria y de la vista que recuerda y evoca al volcán, una pirámide, una escalera que lleva al centro de la Tierra.
¿Tiene sentido todavía mencionar la vanguardia? Tal vez los términos prestigiosos también se atienen a un ciclo biológico, o quizás, fuera del ámbito de la primera mitad del siglo XX, hoy todo tiende a ser vanguardia, en el sentido de trastocamiento, invención o refundación de la experiencia artística. “No dejes para mañana lo que puedas corroer o destruir hoy.” El arte contemporáneo suele experimentar (en las diversas acepciones del verbo) y se instala, niega la tradición y la revisa (de allí el concepto de “transvanguardia”), y se rehúsa a medias a volver a la era de los seres impresionables estremecidos ante las revelaciones del arte. Y suele remitirse a la vanguardia al tiempo de los creyentes en los poderes milagreros del artista. Ante este desfile de paradojas, Rojo, que experimenta de continuo, jamás se declara de vanguardia.
Los artistas latinoamericanos, que no ven en el gentilicio una ideología o un determinismo, atraviesan los géneros, van del mural de barrio al diseño gráfico, de la parodia al pastiche, de la instalación a la reelaboración de los códigos, del incentivo visual al cúmulo de referencias que sólo se entregan para mejor resguardarse. La ironía, y en este terreno Vicente Rojo es un maestro, requiere de conocimientos específicos y los desecha con rapidez, asiste al entrecruce de los signos que aspiran a la condición de horizonte crítico. Así, en la serie del volcán, todo es referencia y mucho de ese todo prescinde de las informaciones específicas. Si el espectador quiere atenerse al título de la serie de cada una de las piezas, hágalo por su cuenta, el riesgo ya está garantizado.
Los elementos formativos (los estímulos) están a la disposición, y nunca afirman su presencia de modo insolente. Rojo vive su singularidad a fondo, y evita en lo posible, que es muchísimo, dejarse atrapar por los cánones que todo lo evalúan pronto o póstumamente… Él no padece la exigencia suprema, y no representa un país, una cultura, un temperamento histórico más o menos actualizado. Sin embargo, tampoco deja de representar un país, una cultura, un temperamento histórico más o menos actualizado.
¿Puede hablarse de la tradición de lo nuevo o ya debe hablarse de las similitudes entre la tradición y lo nuevo, o de la novedad de la tradición? Rojo nunca se ha preocupado por las señales externas (un modo como otro de referirme a la moda), y se ocupa en su desenvolvimiento personal, muy al tanto de lo que sucede en el arte contemporáneo y de lo que sigue sucediendo en el campo de las tradiciones. Si, como dice Rosenberg, un estilo artístico, si quiere ser considerado legítimo, debe relacionarse con un estilo fuera del arte, en cada una de sus etapas Rojo se vincula con las transformaciones del aspecto de las ciudades y de esas otras ciudades del centro o de la periferia, las construcciones simbólicas. Él siempre formula otras reglas de la mirada y auspicia otras maneras de la percepción.
Un volcán es un volcán es un volcán… Rojo no concede porque, como todos los artistas que sí lo son, el reconocimiento que más le importa viene de su propia apreciación estética y del grupo de amigos que incluye artistas de otras épocas. (Luego de atravesar la aduana de la autocrítica, desde luego). Él se ha comprometido con sus obsesiones, “la melodía luminosa del sonido adecuado”, y trabaja con un doble propósito: crear obras de validez artística y afirmar la manera de ser, que es la serie de rasgos de carácter también vueltos estilo. Cada óleo, cada dibujo, cada grabado, dan fe de un estilo y de la seriedad emocional de su responsable, el artista Vicente Rojo que le da oportunidad a sus volcanes de una quietud trepidatoria.
En el ámbito de los símbolos, no hay tal cosa como un volcán apagado o una pirámide que no toque el cielo.

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