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Andreas Kurz |
Bob Dylan se presentó en los Grammys 2011. Junto con The Avett Brothers y Mumford and Sons cantó “Maggie’s Farm.” El público: vestidos de diseñador, vino caro, arrogancia, autosuficiencia, falta de humor. Neil Young aplaude con entusiasmo. Jennifer Lopez trata de fingir emoción, no lo logra, su cara expresa desconcierto y la ausencia definitiva de comprensión. Veintiséis años antes, Jack Nicholson, sólo cuatro años mayor que Robert Allen Zimmerman, había introducido la aparición de Dylan en Life Aid. The Transcendent Bob Dylan, el músico que formó una manera de ser, más influyente que los Beatles y los Rolling Stones. En 1985, Dylan tenía cuarenta y cuatro años. Me acuerdo que me parecía viejo y acabado, inclusive más acabado que Keith Richards y Ron Wood, sus side kicks en Filadelfia. ¿Dos momentos atípicos en una carrera de más de cincuenta años? En absoluto. Dos momentos que pueden resumir una carrera. El Dylan amable de los Grammys 2011 –abuelo feliz y algo excéntrico rodeado de sus hijos y nietos–, y el Dylan gruñón de 1985 –a la mitad del camino secundado por dos compañeros tan viejos y feos como él revelan los epítetos de su vida: inefable y evasivo.
He asistido a dos conciertos de Dylan: el primero en Austria, en los años ochenta, el segundo en Ciudad de México, en 2008. La misma historia: de malas, desganado, desentonado hace veinticinco años; simpático, animado, aún más desentonado hoy. El público es cada vez más heterogéneo: siguen los de su edad, permanecen los que ahora están a la mitad del camino, hay jóvenes y adolescentes. Mayor elogio no se puede hacer a un músico, uno más trillado tampoco…
Dylan toca para los viejos mejoradores del mundo, millonarios de negocios y burocracia, soñadores y románticos incurables, cínicos e ingenuos, religiosos y ateos. ¿Le vale todo? ¿Ya no hay ideales y convicciones? ¿Una leyenda que pretende disfrutar sus últimos años sin conflictos y controversias, pero con la seguridad de dejar una obra imperecedera? ¿No se da cuenta que en el público de los Grammys está Maggie con toda su familia y abundan los que tienen sesenta y ocho, pero dicen que tienen veinticuatro?
Un setentón quiere disfrutar su pensión. Empieza a hacer las cosas que nunca antes había hecho –viaja o aprende portugués. Dylan da conciertos y escribe canciones, cosas que siempre había hecho. No es un pensionista común y corriente. Hay algo más en él, algo que nos permite olvidar que no tiene voz para cantar, ni sabe tocar la guitarra, que no es ni pacifista, ni luchador por todas las causas buenas al estilo de Bono, que acepta la presencia de la peor lacra de la farándula en el público, y hasta le sonríe. Inefable y evasivo, quizás la ilusión de todos los humanos: ser inclasificable y dar una importancia igual a cero a lo que dicen y opinan los otros sobre uno, llevar la contraria siempre.
Cuando los críticos celebraban a Dylan como genuino sucesor de Woody Guthrie, aquél sacó la batería y la guitarra eléctrica. Cuando la indefinida izquierda estadunidense pensaba tener un portavoz, Dylan empezó a cantar sobre un viaje interior laberíntico que lleva a la negación de todas las seguridades y la aniquilación de todos los dogmas. Cuando todos pensábamos que era una leyenda sin futuro, resucitó con Modern Times. Dylan no es forever young, pero sí sabe que la juventud y la vejez no existen, que el tiempo se puede controlar con la ayuda del movimiento y de los cambios bruscos. El tiempo se deja sorprender así y nos muestra una cara más amable, aunque tenga el aspecto de un limón secado y la expresividad de un sujetapapeles.
En “I Want You”, canción de amor de 1966, hay una estrofa que, cuarenta y cinco años más tarde, ha dejado de ser una apertura hacia el otro para convertirse en un gesto que parece querer alcanzar al tiempo, a todos los tiempos: “The drunken politician leaps/ Upon the street where mothers weep/ And the saviors who are fast asleep, they wait for you/ And I wait for them to interrupt / Me drinkin’ from my broken cup/ And ask me to/ Open up the gate for you.”
Dylan podría ser un existencialista al estilo de Albert Camus. Sé que tratar de medir a Dylan con criterios intelectuales es una falacia, pero sé también que a él no le importaría –ya no le importa–, se burlaría probablemente, haría una mueca que expresa que soy un imbécil y me dejaría vivir con mi imbecilidad y todo. Camus rechaza la idea del suicidio, hay que vivir porque en cada esquina espera una sorpresa que no permite que tome de mi taza rota y que me obliga a abrir todas las puertas.
Dylan no acepta la historicidad de sus canciones, las adapta, las reinventa, las vuelve irreconocibles hasta para sus aficionados más expertos. Lo viejo es nuevo, lo nuevo viejo es. Y todo es moldeable. Escuché “Blowing in the Wind” por primera vez a comienzos de los setenta en la iglesia de mi pueblo natal: en alemán y como canción religiosa. Dylan sigue cantando la canción en sus conciertos. Mejor dicho: la volvió a cantar cuando ya nadie se la esperaba. Hay que llevar la contraria siempre… La canta con una voz que es vómito puro, con instrumentaciones variables y con un significado nihilista: la respuesta flota en el aire, pero el aire todo se lo lleva al carajo. Quizás no tan nihilista porque Dylan sigue aquí para cantarla y sospecho que de vez en cuando el párroco de mi pueblo aún entona con voz temblorosa que la respuesta, amigo mío, sólo Dios la sabe.
¡Qué imagen bonita la de los Grammys! Un público que adora la juventud y la belleza, enamorado de sí mismo y convencido de su superioridad y –no pocos– de su inmortalidad, tiene que aplaudir –hasta jlo– a un hombre arrugado que no pretende disfrazar sus setenta años, quien aúlla, gruñe y solloza una canción cuyo texto insulta a la mayoría de este público. No hay imagen más hermosa del carácter perennemente contestatario de la cultura del rock.
de La Jornada
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