Sonido Fulgor

jueves, 15 de diciembre de 2011

"Necesariamente sus vísceras tenían que ser universales..."


Responso por un poeta 
descuartizado

de Efraín Huerta

Claro está que murió —como deben morir los
poetas, maldiciendo, blasfemando, mentando
     madres, 
viendo apariciones, cobijado por las pesadillas. Claro que así murió y su muerte resuena en las
malditas habitaciones donde perros, orgías,
vino griego, prostitutas francesas, donceles
y príncipes se rinden 
y le besan los benditos pies; 
porque todo en él era bendito como el mármol 
    de
La Piedad 
y el agua de los lagos, el agua de los ríos y los 
    ríos
de alcohol bebidos a pleno pulmón, 
así deben beber los poetas: Hasta lo infinito, 
    hasta
la negra noche y las agrias albas 
y las ceremonias civiles y las plumas heridas del
artículo a que te obligan, 
la crónica que nunca hubieras querido escribir 
y los poemas rubíes, los poemas diamantes,
los poemas huesolabrado, los poemas
floridos, los poemas toros, los poemas posesión, 
    los
poemas rubenes, los poemas danos, los poemas 
madres, los poemas padres, tus poemas... 

Y así le besaban los pies, la planta del pie que
recorrió los cielos y tropezó mil y un infiernos
al sonido siringa de los ángeles locos y los 
    demonios
trasegando absintio
(El chorro de agua de Verlaine estaba mudo), 
    ante el
azoro y la soberbia estupidez de los cónsules
y los dictadores, la chirlería envidiosa y la
espesa idiotez de las gallinas municipales.
Maldiciendo, claro, porque en la agonía estaba  
    en su
derecho y porque qué jodidos (¡Jure, jodido!, 
dijo Rubén al niño triste que oyó su  
    testamento),
¿por qué no morir de alcholes de todo el mundo 
si todo el mundo es alcohol y la llama lírica es la 
mirada de un niño con la cara de un lirio?
Resollaba y gemía como un coloso  
    crisoelefantino
hecho de luces y tiniebla, pulido por el aire de los
Andes, la neblina de los puertos, el ahogo de
Nueva York, la palabra española, el duelo de
Machado, Europa sin su pan.
Rugía impuramente como deben rugir todos los
poetas que mueren (¡Qué horror, mi cuerpo 
     destrozado!) 
y los médicos: Aquí hay pus, aquí hay pus —y 
nunca le hallaron nada sino dolor en la piel
limpios los riñones heroicos, limpio el hígado, 
    limpio
y soberbio el corazón
y limpiamente formidable el cerebro que nunca 
    se
detuvo, como un sol escarlata, como un sol de
esmeraldas, como la mansión de los dioses, 
    como
el penacho de un emperador azteca, de un
emperador inca, de un guerrero taíno;
cerebro de un amante embriagado a la orilla de 
    un
dulcísimo cuerpo, ay, de mieles y nardos
(su peso: mil ochocientos cincuenta gramos: 
tonelaje de poeta divino, anchura de navio),
el cerebro donde estallaron los veintiún 
    cañonazos
de la fortaleza de Acosasco
y que luego...

Claramente, turbiamente hablando, hubo 
    necesidad 
de destrozarlo, enteramente destazarlo como a
una fiera selvática, como al toro americano porque fue mucho hombre, mucho poeta, 
    mucho
vida, muchísimo universo 
necesariamente sus vísceras tenían que ser
universales, polvo a los cuatro vientos,
circunvoluciones repletas de piedad, henchidas
de amor y de ternura. 
Aquí el hígado y allá los riñones. 
¡Dame el corazón de Rubén! Y el cerebro   
    peleado,
de garra en garra como un puñado de perlas. Aquel cerebro (¡salud!) que contó hechicerías y 
    fue
sacado a la luz antes del alba; 
y por él disputaron y por él hubo sangre en las  
    calles
y la policía dijo, chilló, bramó: 
¡A la cárcel! Y el cerebro de Rubén Darío —mil 
ochocientos cincuenta gramos— fue a dar a la
    cárcel 
y fue el primer cerebro encarcelado, el primer
cerebro entre rejas, el primer cerebro en una
    celda, 
la primera rosa blanca encarcelada, el primer 
    cisne
degollado.

Lo veo y no lo creo: ardido por esa leña verde,  
    por
esa agonía de pirámide arrasada,
el poeta que todo lo amó
cubría su pecho con el crucifijo, el crucifijo, el
suave crucifijo, el Cristo de marfil que otro
poeta agónico le regalara —Amado Nervo— y me parece oír cómo los dientes le quemaban y de
qué manera se mordía la lengua y la piel se le
     ponía violácea 
nada más porque empezaba a morir, 
nada más porque empezaba a santificarnos con 
    su
muerte y su delirio, sus blasfemias, sus
maldiciones, su testamento, 
y nada más porque su cerebro tuvo que andar  
    de
garra en mano y de mano en garra 
hasta parecer el ala de un ángel, 
la solar sonrisa de un efebo, 
la sombra de recinto de todos los poetas vivos, 
de todos los poetas agonizantes, 

de todos los poetas. 


19 de enero de 1967

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