domingo, 5 de julio de 2009
Diario del padre (Emil)
Es tan raro ver que todo lo que estamos haciendo es nomás para que un padre nos diga: sí, está bien lo que estás haciendo, o estoy contigo, o una palmadita en el hombro que nos arroje a la verdad de nuestros sueños. Es tan raro que todos estos actos, estas palabras, estos gestos, estas ropas, estas maneras, estos pasos, estas vidas, estos peinados, estas búsquedas, es tan raro ver que todo este afán por llegar a algo es porque un padre nos acepte, nos apruebe. Pero los verdaderos padres no aceptan porque no niegan; no aprueban porque no reprueban. Y es que el verdadero padre está perdido y no es ya un hombre, no es ya lo que sentiríamos que es un hombre. Y aunque tampoco sabemos si está en el cielo porque nunca jamás hemos llegado al cielo, nos queda muy alto, hay una fuerte sospecha de que está aquí muy cerca, y es así que lo buscamos, lo perseguimos, matamos y rompemos y se nos va la vida por él, por una mirada suya. Toda mujer, todo hombre conservan dentro de sí esta verdad de padre: él es lo único que da una clara dirección, él es lo único que da certeza en nuestro camino, él es el signo de que podemos despertar para siempre de este mal sueño, de esta sucia vida que se nos fue de nuestras manos. Es quizás entonces que nos asaltan preguntas como: ¿y cómo lo despertamos?, ¿y qué devoción debo tener?, ¿y qué religión profesar?, ¿y qué disciplina o técnica tomar para estar con él?, ¿y qué hago para que me escuche? Ver de un zarpazo la inutilidad de todas estas preguntas, ver de un zarpazo el miedo y la falta de confianza que está generando estas y muchas otras búsquedas es el único modo de inventarlo, de ser uno mismo eso que tanto se pedía, que tanto se anhelaba y aspiraba. Entonces se cierra el círculo eternamente y uno, aunque esté con muchos, permanece en un silencio que instante tras instante resplandece como el oro.
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