domingo, 26 de julio de 2009
Diario del abismo
Exactamente a las diez de la noche con tres minutos se inicia a mitad de la nada este diario. Es una nada hecha de casa, objetos, vecinos, perros, sociedad, tareas y muchas otras cosas, pero al fin y al cabo una nada que enardece, que limpia como la lluvia. Se silencia mi mente para escuchar qué es lo que debo decir, qué es lo que debo hacer. Así prospera un fruto: así sé ahora que no sólo los pájaros cantan: también los insectos, los grillos, esos ritmos que penetran el espacio con mucha mayor insistencia que la de los relojes y las radios. ¿Cómo es que no me había dado cuenta? A pesar de que cambian mis ideas el sonido del insecto prevalece. No me formo ninguna imagen de quién es el autor de esa melodía: simplemente todo lo real de este instante es el sonido. Habitar por ahora es estar con él. No perderlo de vista a pesar de que escribo. Qué insistencia, qué obsesión por estar cantando de esa manera. No pregunta si me gusta, no pide permiso. Es su vida. Los pájaros y los insectos cantan porque es su vida. También cantan los árboles cuando el viento los saluda. Se ha callado por un momento, me he dado cuenta de que hay otro sonido a unos diez metros de él, y ha vuelto a la sutileza de su noche que también es mía. No ha de estar moviendo más que un poco de su cuerpo. Acaso las antenas si las tiene. Acaso está sólo mirando por sus ojos lo que nadie ha visto. Lo que en su mundo y en su historia puede ser toda una galaxia, todo un paseo por su jardín. Dicen que los animales están menos evolucionados que nosotros, pero yo creo que quien lo dijo nunca escuchó a este insecto. Sí, tenemos conciencia, inteligencia, esas cosas, ¿pero de qué nos sirven si no podemos cantar ni una sola noche como ese humilde bicho? Raro es todo esto.
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