Sonido Fulgor

lunes, 25 de mayo de 2009

Diario de Krishnamurti

Libro de Notas.
Delhi. Enero 20 a Enero 23, 1962
El frío había sido demasiado severo, por debajo de la con gelación; ésta había quemado el seto, que tenía un color castaño, y las hojas tostadas habían caído; el césped pardo grisáceo tenía el color de la tierra; excepto por unos pocos pensamientos ama rillos y unas rosas, el jardín estaba desnudo. Había hecho de masiado frío y los pobres, como de costumbre, sufrían y mo rían; había explosión demográfica y con ella muerte. Uno veía tiritar a esa pobre gente, con apenas algo puesto encima, unos sucios andrajos; una anciana se estaba sacudiendo de pies a cabeza, abrazándose a si misma, rechinando sus pocos dientes; una mujer joven se lavaba ella y lavaba su vestido roto junto al río de aguas heladas [el Jumna], un viejo tosía honda y pesa damente y los niños jugaban riendo y gritando. Era un invierno excepcionalmente frío, decían, y estaba muriendo mucha gente. La rosa roja y el pensamiento amarillo estaban intensamente vivos, ardiendo de color; uno no podía apartar de ellos los ojos, y esos dos colores parecían expandirse y llenar el jardín desier to; pese al vocerío de los niños, esa tiritante anciana estaba en todas partes, como el increíble amarillo y rojo y la muerte inevi table. El color era dios y la muerte está más allá de los dioses. Estaba en todas partes e igualmente el color. Uno no podía sepa rarlos, y si lo hacía, entonces no había vida. Tampoco podía uno separar el amor de la muerte, y en caso de hacerlo ya no había belleza. Cada color particular está separado y tiene gran impor tancia, pero sólo existe el color, y cuando uno mira cada color diferente como lo que es, sólo color, entonces únicamente está ahí la esplendidez del color. La rosa roja y el pensamiento ama rillo no eran colores diferentes sino color, color que llenaba de gloria el jardín desnudo. El cielo era de un azul pálido, el azul de un frío invierno sin lluvias, pero todo el color estaba en ese azul. Uno lo veía y uno mismo era parte de él; los ruidos de la ciudad se desvanecían pero el color, imperecedero, perduraba.
Se ha hecho del dolor algo respetable; para ello se han ofrecido mil explicaciones; se le ha convertido en un medio para la virtud, para la iluminación, se le adora como una reli quia en las iglesias y en todas las casas es grandemente estimado y se le adjudica una condición de santidad. En todas partes hay simpatía por el dolor, con lágrimas y bendiciones. Y así el dolor continúa; todo corazón lo conoce, sea que permanezca con él o que escape de él, lo cual le otorga al dolor una fuerza mayor para florecer y sumergir en penumbras el corazón. El dolor tiene sus raíces en la memoria, en las cosas muertas del ayer. Sin embargo, el ayer es siempre muy importante; es la maquinaria que da significación a la vida; es la riqueza de lo conocido, de las cosas que se poseen. El origen del pensamiento está en el ayer, en los oyeres que otorgan un significado a una vida de dolor. El dolor es el ayer, y sin purificar la mente del ayer, siempre habrá dolor. Uno no pude purificarla por medio del pensamiento porque el pensamiento es la continuación del ayer y, por consiguiente, ahí están también las múltiples ideas e idea les. La pérdida del ayer es el comienzo de la autocompasión y el embotamiento del dolor. El dolor agudiza el pensamiento, pero el pensamiento engendra dolor. El pensamiento es me moria. La lúcida percepción autocrítica y sin opciones de todo este proceso, libera a la mente del dolor. El ver este hecho com plejo, verlo sin opinar, sin juzgar, es el cese del dolor. Lo co nocido debe tocar a su fin, sin esfuerzo alguno, para que lo desconocido sea
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El aspecto era altamente refinado; cada línea, cada bucle eran estudiados y ocupaban su lugar, cada gesto y sonrisa eran contenidos y todo movimiento había sido examinado delante del espejo. Ella tenía varios hijos y su cabello estaba tornándose gris; debía poseer dinero y había en su porte cierta elegancia y retraimiento. El automóvil también era altamente refinado; el cromo brillante resplandecía al sol de la mañana; los neu máticos ribeteados de blanco estaban limpios, sin ninguna marca, y los asientos inmaculados. Era un buen automóvil y podía correr velozmente tomando muy bien las curvas. El progreso intenso y en permanente expansión traía consigo seguridad y su­perficialidad, y el dolor y el amor podían así ser explicados y abarcados con facilidad, y siempre hay diferentes tranquilizan tes y diferentes dioses y nuevos mitos en reemplazo de los viejos.
Era una mañana clara y fría; la ligera niebla se había disi pado con el sol naciente y el aire estaba quieto. Los opulentos pájaros de patas y picos amarillos se encontraban afuera sobre el pequeño sector de césped, mostrándose encantados y propen sos a la locuacidad; tenían alas de color blanquinegro y sus cuerpos eran de un oscuro castaño amarillento. Estaban extraor dinariamente alegres, saltaban por los alrededores persiguién dose los unos a los otros. Después llegaron los cuervos de cuello gris, y los opulentos pájaros volaron protestando estrepitosa mente. Los largos y gruesos picos de los cuervos se destacaban por su brillo, y los negros cuerpos relucían; vigilaban cada movi miento de uno, nada se les escapaba, y sabían que ese enorme perro se acercaba atravesando la cerca antes de que éste los hubiera advertido; desaparecieron graznando y el césped quedó vacío.
La mente está siempre ocupada con una cosa u otra, por tonta o por supuestamente importante que esa cosa pueda ser. Ella es como ese mono, está siempre inquieta, siempre parloteando, moviéndose de una cosa a otra y tratando desesperada mente de aquietarse. El que se encuentre vacía, por completo vacía, no es algo temible; es absolutamente esencial para la mente estar desocupada, vacía, no forzarse, porque sólo enton ces puede moverse en profundidades desconocidas. Toda ocupa ción es realmente muy superficial, ya sea que se trate de esa señora o del que llaman santo. Una mente ocupada nunca puede penetrar en su propia profundidad, en sus propios espacios jamás hollados. Es este vacío el que da espacio a la mente, y en este espacio el tiempo no puede entrar. En este espacio hay creación cuyo amor es muerte.
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Los árboles estaban desnudos, habían caído todas las hojas; aun los finos, delicados tallos se estaban desprendiendo; el frío había sido excesivo para ellos; otros árboles conservaban sus hojas pero éstas no eran muy verdes, algunas se estaban tor nando de color castaño. Era un invierno excepcionalmente frío; a lo largo de las cadenas inferiores del Himalaya había densa nieve que tenía varios metros de grosor, y en las llanuras que se extendían a unos pocos centenares de millas más lejos, hacía muchísimo frío; el suelo estaba cubierto por una espesa escarcha y las plantas no florecían; el césped se hallaba quemado. Había unas pocas rosas cuyo color llenaba el pequeño jardín y estaban los pensamientos amarillos. Pero en las carreteras y lugares pú blicos uno podía ver a los pobres, envueltos en harapos sucios y rotos, con las piernas desnudas, las cabezas tapadas mostrando apenas los rostros morenos; las mujeres llevaban puestos vestidos de todos los colores, sucios, con ajorcas plateadas o algún orna mento alrededor de los tobillos y las muñecas; caminaban desembarazadamente, con facilidad y cierta gracia; se conservaban muy bien. La mayoría de esas personas eran trabajadores, pero en los atardeceres, cuando regresaban a sus casas, en realidad chozas, solían hacerlo riendo, bromeando entre ellos; los jóvenes, entre carcajadas y exclamaciones, iban por delante de los ma yores. Era el fin de la jornada y habían estado trabajando dura mente todo el día, ellos habrían de desgastarse muy pronto des­pués de haber construido casas y oficinas en las cuales jamás vivirían ni trabajarían. Todas las personas importantes pasaban junto a ellos en sus automóviles y ni siquiera se molestaban en mirar a esta pobre gente. El sol se ponía detrás de un edificio ornamentado, en medio de una neblina que se había mantenido durante todo el día; era un sol descolorido, carente de calidez, y entre las banderas de los diferentes países no se notaba ni la más leve agitación; estas banderas también estaban exhaustas: eran simples trapos de colores, pero qué importancia habían asu mido. Unos cuantos cuervos bebían de un charco, y otros cuer vos se aproximaron a fin de tener su parte. El cielo pálido se aprestaba para la noche.
Había desaparecido todo pensamiento, todo sentimiento, y el cerebro se hallaba completamente quieto; era pasada la media noche y no había ruido alguno; hacia frío y la luz de la luna penetraba a través de una de las ventanas trazando un diseño sobre la pared. El cerebro estaba muy despierto, observando sin reaccionar, sin experimentar; en su interior no había un solo movimiento, pero no estaba insensible ni narcotizado por los recuerdos. Y de repente, esa incognoscible inmensidad estaba ahí, no sólo en la habitación y fuera de ella, sino también en lo profundo, en los lugares más recónditos de lo que una vez fuera la mente. El pensamiento tiene un límite producido por toda clase de reacciones, y es moldeado por cada motivo así como por cada sentimiento; toda experiencia proviene del pasado y todo reconocimiento tiene su origen en lo conocido. Pero esa inmen sidad no dejaba huella, estaba ahí, pura, impetuosa, impenetra ble e inaccesible, y su intensidad era fuego que no dejaba cenizas. Con ella había una bienaventuranza, la que tampoco de jaba recuerdo ya que no existía un experimentar. Esa bienaven turanza estaba simplemente ahí, venía y se iba, no era algo que pudiera perseguirse o recordarse.
El pasado y lo desconocido no se encuentran en ningún pun to; no pueden ser reunidos por ninguna acción, cualquiera que ésta sea; no hay puente que pueda cruzarse ni hay sendero que conduzca a ello. El pasado y lo desconocido no se han encon trado jamás y jamás se encontrarán. El pasado tiene que cesar para que lo incognoscible, esa inmensidad, pueda ser.

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