Sonido Fulgor

domingo, 8 de febrero de 2009

Diario de Krishnamurti


Libro de Notas.Paris. Septiembre 4 a Septiembre 25, 1961
Bajar desde los valles y las altas montañas y penetrar en una grande, ruidosa y sucia ciudad, afecta el cuerpo. Era un hermoso día cuando salimos cruzando por valles profundos, montes y cascadas, hacia un lago azul y anchas carreteras. Fue un cambio violento pasar del lugar aislado, pacifico, a una ciudad estrepitosa de día y de noche, a un aire caliente y pegajoso. Por la tarde, mientras uno miraba quietamente sentado los altos de las casas, observando la forma de los tejados y sus chimeneas, muy inesperadamente esa bendición, esa fuerza, la cualidad de «lo otro» advino con suave resplandor; llenó la habitación y permaneció en ella. Está aquí mientras esto se escribe.
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Vistos desde la ventana de un octavo piso, los árboles a lo largo de la avenida se estaban tornando amarillos, bermejos y rojos en medio de una larga hilera de vivo verde. Desde esta altura las copas de los árboles brillaban en su colorido y el estruendo del tráfico ascendía suavizándose un poco al pasar a través de ellas. Sólo existe el color y no diferentes colores; sólo existe el amor y no diferentes expresiones del amor; las dife­rentes categorías del amor no son el amor. Cuando el amor se divide al fragmentarse como divino y carnal, deja de ser amor. Los celos son el humo que ahoga el fuego, y la pasión se torna en algo estúpido cuando no hay austeridad, y la austeridad no existe si no hay abnegación, la cual es humildad dentro de una absoluta sencillez. Al mirar hacia abajo esa masa de color con los diferentes colores, sólo hay pureza, por mucho que ésta pueda fragmentarse; pero la impureza, por más que pueda modi­ficarse, taparse, resistir, siempre seguirá siendo impura, como la violencia. La pureza no se halla en conflicto con la impureza. La impureza nunca puede llegar a ser pura, más de lo que la violencia puede llegar a ser no-violencia. La violencia simplemente tiene que cesar.
Hay dos palomas que han hecho su nido bajo el tejado de pizarra al otro lado del patio. La hembra entra primero y des­pués, lentamente, con gran dignidad el macho la sigue, y du­rante toda la noche permanecen allí; esta mañana salieron tem­prano, primero el macho y después la hembra. Extendieron las alas, compusieron sus plumas y se tendieron aplastándose contra el frío tejado. Pronto, como desde ninguna parte, llegaron otras palomas, una docena de ellas; se posaron alrededor de estas limpiándose las plumas, arrullándose, empujándose las unas a las otras de un modo amistoso. Después, súbitamente, todas se fueron volando excepto las primeras dos. El cielo estaba car­gado de densas nubes, pero lleno de luz en el horizonte donde había una larga veta de cielo azul.
La meditación no tiene comienzo ni tiene fin; en ella no hay logro ni fracaso, no hay acumulación ni renunciamiento; es un movimiento que carece de finalidad y, por tanto, está más allá y por encima del tiempo y del espacio. Experimentar la medita­ción es negarla, porque el experimentador está atado al tiempo y al espacio, a la memoria y al reconocimiento. La base funda­mental de la verdadera meditación es ese estado pasivo de lúcida percepción que consiste en la libertad total con respecto a la autoridad y la ambición, la envidia y el temor. La meditación no tiene sentido ni significación alguna sin esta libertad, sin el co­nocimiento de uno mismo; en tanto haya opción, no habrá co­nocimiento de si mismo. La opción implica conflicto, el cual impide la comprensión de lo que es. Perderse en alguna fanta­sía, en ciertas creencias románticas, no es meditación; el cerebro debe despojarse de todo mito, de toda ilusión y seguridad, y enfrentarse a la realidad de que todas esas cosas son falsas. En­tonces no hay distracción, todo está dentro del movimiento de la meditación. La flor es la forma, el perfume, el color y la belleza que constituye la totalidad de la flor. Si uno la rompe en pedazos, de hecho o verbalmente, entonces no hay flor, sólo un recuerdo de lo que ha sido, el cual nunca es la flor. La me­ditación es toda la flor en su belleza, marchitándose y viviendo.

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