Sonido Fulgor

jueves, 26 de febrero de 2009

Diario de Krishnamurti, obra de oro

Libro de Notas.
Roma e Florencia. Septiembre 27 a Octubre 18, 1961

Caminando a lo largo de la vía pavimentada que domina la basílica mayor y más abajo los famosos escalones que llevan a la fuente, con gran cantidad de flores selectas de variados y múltiples colores, y cruzando la atestada plaza seguimos por una estrecha calle de dirección única [vía Margutta], tranquila, con no demasiados automóviles; ahí, en esa calle oscuramente ilumi­nada, súbitamente y del modo más inesperado advino «lo otro» con tan intensa ternura y belleza que el cuerpo y el cerebro que­daron inmóviles. Hasta ahora y por algunos días ello no había hecho sentir su inmensa presencia; estaba ahí vagamente, a la distancia, sólo un susurro y, no obstante, en él lo inmenso se manifestaba sutilmente, con expectante paciencia. El pensamiento y el habla se desvanecieron y había un júbilo peculiar acompañado de claridad. Ello prosiguió con menor intensidad por la larga y estrecha calle hasta que el rugir del tráfico y el atestado pavimento nos tragaron a todos. Era una bendición que estaba más allá de todas las imágenes y pensamientos.

28

En raros e inesperados momentos, «lo otro» ha venido súbita e imprevisiblemente y prosiguió su camino, sin invitación y sin que hubiera habido necesidad de ello. Toda necesidad y toda exigencia interna deben cesar por completo para que ello sea.

La meditación en las tranquilas horas de la madrugada, sin ningún automóvil cerca que metiera ruido, era el descubrimiento de la belleza. No era el pensamiento; no era ninguna sustancia externa o interna que estuviera expresándose a sí misma; no era el movimiento del tiempo, porque el cerebro estaba quieto. Era la negación total de todo lo conocido, no una reacción sino una negación que no tenía causa; era un movimiento en com­pleta libertad, un movimiento que no tenía dirección ni medida; en ese movimiento había una energía ilimitada cuya misma esen­cia era silencio, quietud. Su acción era inacción total, y la esencia de esa inacción es libertad. Había una gran bienaventuranza, un gran éxtasis que pereció al ser tocado por el pensamiento.

30

El sol se estaba poniendo entre grandes nubes coloreadas tras de las colinas de Roma; eran nubes brillantes, el cielo estaba sal­picado de ellas, y toda la tierra se puso espléndida, aun los postes del telégrafo y las interminable filas de edificios. Pronto oscurecería y el automóvil corría velozmente [17]. Las colinas se desvanecían y la campiña se aplanaba. Mirar con el pensamiento y mirar sin el pensamiento son dos cosas diferentes. Mirar con el pensamiento esos árboles al costado de la carretera y los edi­ficios al otro lado de los áridos campos, mantiene al cerebro atado a sus propias amarras de tiempo, experiencia, memoria; la maquinaria del pensamiento trabaja interminablemente, sin descanso, sin frescor; el cerebro se vuelve torpe, insensible, sin el poder de recuperación. Está eternamente respondiendo al reto, y su respuesta es inapropiada, nunca es fresca, nueva. Mirar con el pensamiento mantiene al cerebro en el surco del hábito y del reconocimiento; lo torna cansado y perezoso; vive dentro de las estrechas limitaciones de su propia hechura. Nunca es libre. Esta libertad tiene lugar cuando no es el pensamiento el que mira; mirar sin el pensamiento no significa una observación en blanco, estar ausente, distraído. Cuando el pensamiento no mira, entonces hay sólo observación, sin el proceso mecánico del reconocimiento y la comparación, la justificación y la con­dena; este ver no fatiga al cerebro porque han cesado todos los procesos mecánicos del tiempo. Mediante el completo descanso, el cerebro se refresca a fin de responder sin reacción, de vivir sin deterioro, de morir sin la tortura de los problemas. Mirar sin el pensamiento es ver sin la interferencia del tiempo, del cono­cimiento y el conflicto. Esta libertad para ver no es una reacción; todas las reacciones tienen causas; mirar sin reacción alguna no es indiferencia, ni aislamiento, ni separativa frialdad. Ver sin el mecanismo del pensamiento es el ver total sin particulariza­ción ni división, lo que no significa que la separación y la desigualdad no existan. El árbol no se transforma en una casa ni la casa en un árbol. Ver sin el pensamiento no adormece el cerebro; por el contrario, éste se halla totalmente despierto, atento, sin fricción ni dolor. La atención sin las fronteras del tiempo es el florecimiento de la meditación.

Octubre 3

Las nubes eran magnificas, el horizonte estaba cubierto de ellas, salvo en el oeste donde el cielo se hallaba despejado. Al­gunas nubes eran negras, cargadas de truenos y lluvia; otras, de un blanco puro, llenas de luz y esplendor. Las había de todas las formas y tamaños, delicadas, amenazantes, como olas; se amontonaban las unas contra las otras, con inmenso poder y belleza. Parecían inmóviles pero había un impetuoso movi­miento dentro de ellas y nada podía refrenar su arrasadora in­mensidad. Un viento suave soplaba desde el oeste, conduciendo estas vastas montañas de nubes contra las colinas; las colinas daban forma a las nubes y las formas se movían con estas nubes de luz y oscuridad. Las colinas con sus aldeas desparramadas aquí y allá, esperaban por las lluvias que tanto estaban tardando en llegar; esas colinas pronto estarían verdes otra vez y los árbo­les perderían pronto sus hojas con el ya cercano invierno. La recta carretera estaba bordeada a cada lado con árboles de bellas formas y el automóvil la recorría a gran velocidad, aun en las curvas; había sido hecho para desarrollar grandes velocidades en carreteras y se estaba comportando muy bien esa mañana [18]. Lo habían modelado para acelerar, para bajar la velocidad bordeando la carretera. Muy pronto dejamos el campo y entramos en la ciudad [Roma] pero aquellas nubes estaban ahí, inmensas, furiosas y expectantes.

En medio de la noche [en Circeo], cuando todo estaba com­pletamente quieto excepto por el ocasional grito de un búho que llamaba sin obtener respuesta, en una casita en los bosques [19], la meditación era un puro gozo, sin el aleteo de un solo pensa­miento con sus interminables sutilezas; era un movimiento que no tenía fin, una observación desde el vacío en la que había cesado todo movimiento del cerebro. Era un vacío para el que nunca había existido el conocer; era un vacío que no había conocido el espacio; era un vacío de tiempo. Estaba más allá de todo ver, conocer y ser. En este vacío había furia, la furia de una tempestad, la furia del universo en explosión, la furia de la creación que nunca podría expresarse de ningún modo. Era la furia de toda la vida, la muerte y el amor. Pero no obstante era el vacío, un vasto, ilimitado vacío que nada podría llenar jamás, ni transformar, ni abarcar. La meditación era el éxtasis de este vacío.

La sutil relación que hay entre la mente, el cerebro y el cuerpo, es el complicado juego de la vida. Hay desdicha cuando uno predomina sobre el otro y la mente no puede dominar el cerebro o el organismo físico; cuando hay armonía entre ambos, entonces la mente puede consentir en obrar de acuerdo con ellos; ella no es un juguete de ninguno de los dos. Lo total puede contener lo particular, pero lo pequeño, la parte, jamás puede formular el todo. Es algo increíblemente sutil para ambos el vivir juntos en completa armonía, sin que el uno o el otro domi­ne, opte, ejerza violencia. El intelecto puede destruir el cuerpo y lo hace, y el cuerpo con su torpeza e insensibilidad puede per­vertir al intelecto y ocasionar su deterioro. El descuido del cuer­po con su complacencia y sus gustos en reclamo permanente, con sus apetitos, puede volver al cuerpo pesado e insensible y así embotar el pensamiento. Y el pensamiento, cuando se torna más refinado, más sagaz, puede descuidar y de hecho descuida las exigencias del cuerpo, el que entonces comienza a pervertir al pensamiento. Un cuerpo obeso, grosero, interfiere con las sutile­zas del pensamiento, y el pensamiento, al escapar de los conflictos y problemas que él ha engendrado, hace del cuerpo real­mente una cosa perversa. El cuerpo y el cerebro han de ser sen­sibles y estar en armonía para acompañar la increíble sutileza de la mente, que siempre es explosiva y destructiva. La mente no es un juguete del cerebro, cuya función es mecánica.

Cuando se ve la absoluta necesidad de una armonía total del cerebro y del cuerpo, entonces el cerebro vigilará al cuerpo sin dominarlo, y este mismo vigilar agudiza al cerebro y hace que el cuerpo sea sensible. El ver es el hecho, y con el hecho no hay transacciones; el hecho podrá ser descartado, negado o eludido, pero seguirá siendo un hecho. Lo que es esencial es la com­prensión del hecho y no su evaluación. Cuando el hecho es visto, entonces el cerebro está alerta a los hábitos, a los factores dege­nerativos del cuerpo. Entonces el pensamiento no impone una disciplina sobre el cuerpo ni lo controla. Porque la disciplina y el control contribuyen a la insensibilidad, y cualquier forma de insensibilidad es deterioro, marchitez.

De nuevo al despertar, automóviles rugien­do en la cuesta de la colina y en el aire se respiraba el aroma de un bosquecillo cercano [20], y la lluvia golpeaba sobre la ventana, ahí estaba otra vez «lo otro» llenando la habitación; era intenso y había en ello una sensación de furia; era la furia de una tor­menta, de un río pletórico y rugiente, la furia de la inocencia. Estaba ahí en la habitación con tal plenitud, que toda forma de meditación llegó a su fin y el cerebro estaba mirando, sintiendo desde su propio vacío. Ello persistió por un tiempo considerable pese a la furia de su intensidad, o bien a causa de ella. El cere­bro quedó vacío, lleno de «lo otro», que hacia trizas cuanto uno pensaba, sentía o veía; era un vacío en el que nada existía. Ese vacío era completa destrucción.

4

El tren [a Florencia] iba muy rápido, a más de noventa millas por hora; los pueblos sobre las colinas eran familiares y el lago [Trasimenus] parecía un amigo. Era un país familiar, el olivo y el ciprés y el camino que seguía el ferrocarril. Estaba lloviendo y la tierra se alegraba de ello porque habían transcu­rrido meses sin lluvia, y ahora se veían nuevos retoños verdes y los ríos, de color pardo, se deslizaban henchidos y veloces. El tren seguía por los valles, lanzando su aviso en los cruces, y los obreros que trabajaban a lo largo de las vías interrumpían su tarea para saludar con la mano cuando el tren amenguaba la velocidad. Era una mañana fresca y agradable, y el otoño tor­naba el color de muchas hojas en amarillo y castaño; estaban arando profundamente la tierra para la siembra de invierno, y las colinas parecían tan amigables, nunca demasiado altas, y tan apacibles, tan antiguas. El tren eléctrico corría otra vez a mucha velocidad, y los conductores nos habían dado la bienvenida invi­tándonos a entrar en su casilla, porque nos habíamos encontrado varias veces en el curso de algunos años; antes de que el tren arrancara nos dijeron que debíamos ir a verlos; eran tan amigables como los ríos y las colinas. Desde la ventanilla de ellos uno veía extenderse todo el campo; y las colinas con sus poblados y el río cuyo curso estábamos siguiendo parecían estar a la espera del familiar bramido de su tren. El sol rozaba unas pocas coli­nas y había una sonrisa sobre la faz de la tierra. Mientras corríamos velozmente hacia el norte el cielo se aclaraba y los cipreses y olivos se mostraban delicados en su esplendor contra el azul del cielo. La tierra, como siempre, era bella.

Era noche profunda cuando la meditación llenaba los espa­cios del cerebro y más allá. La meditación no es un conflicto, una guerra entre lo que es y lo que debería ser; no había con­trol alguno y, por tanto, no había distracción. No había contra­dicción entre el pensador y el pensamiento porque no existía ninguno de los dos. Sólo había un ver sin el observador; este ver provenía del vacío, y el vacío no tenía causa. Toda causa­lidad engendra inacción, la cual es llamada acción.

Qué extraño es el amor y qué respetable se ha vuelto: el amor a Dios, el amor al prójimo, el amor a la familia. Qué pul­cramente se le ha dividido, el profano y el sagrado; deber y res­ponsabilidad; obediencia y buena voluntad para morir y para dar muerte. Los sacerdotes hablan de él y lo mencionan los ge­nerales cuando planean las guerras; de él se lamentan eterna­mente los politices y la dueña de casa. Los celos y la envidia ali­mentan el amor, y en ese amor se encuentra aprisionada la rela­ción. El amor está en la pantalla y en las revistas, y lo pregona estridentemente la radio y la televisión. Cuando la muerte se lleva al amor, está la fotografía en el marco o la imagen que la memoria continua repasando, o es celosamente mantenido por me­dio de la creencia. Generación tras generación se educan en esto y así el dolor prosigue interminablemente.

La continuidad del amor es placer y con éste viene siempre el dolor, pero nosotros tratamos de evitar a uno y de aferrarnos al otro. Esta continuidad implica estabilidad y seguridad en la relación, y en la relación no debe haber ningún cambio porque la relación es hábito, y en el hábito hay seguridad y hay dolor. Es a esta inacabable maquinaria de placer y dolor que nos afe­rramos, y esta cosa es llamada amor. Para escapar de su aburri­miento están la religión y el romanticismo. Las palabras cambian y se modifican con cada uno, pero el romanticismo ofrece un maravilloso escape del hecho que constituyen el placer y el dolor. Y, por supuesto, el último refugio, la última esperanza es Dios, quien así se ha vuelto muy respetable y provechoso.

Pero todo esto no es amor. El amor no tiene continuidad; no puede ser trasladado al mañana, no tiene futuro. Si lo tiene es memoria, recuerdos, y los recuerdos son cenizas de todo cuan­to está muerto y sepultado. El amor no tiene mañana; no puede ser encerrado en el tiempo y convertido en algo respetable. El amor está ahí cuando el tiempo no está. El amor no tiene expec­tativas ni esperanzas; la esperanza engendra la desesperación. No pertenece a ningún dios y, por tanto, a ningún pensamiento ni sentimiento. No puede ser conjurado por el cerebro. Vive y muere a cada minuto. Es algo terrible, porque el amor es des­trucción. Es destrucción sin mañana. Amor es destrucción.

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