Me dirijo a ustedes, artrópodos, como los representantes más complejos de un mundo de invertebrados que incluye, además, a bacterias, arqueas y eucariotas, y a amasijos multicelulares como las esponjas, las lombrices, los gusanos planos, las medusas, las estrellas de mar y los corales. Me dirijo a ustedes en razón de nuestra enemistad ancestral. Hablo en nombre de los vertebrados en general, de los mamíferos y de los humanos.
Los antepasados de ustedes y los nuestros han rivalizado desde el primer poblamiento de las tierras emergentes, allá por los tiempos ordovícicos (hace 500 millones de años), e incluso desde antes, cuando surgió la vida animal en las aguas marinas “nutritivas y tibias como la orina de un diabético”. Podremos tener antepasados comunes, pero nunca los reconoceremos a ustedes como hermanos nuestros.
Por entonces, ustedes depredaban a nuestros tatarabuelos peces, y ya en tierra firme, mientras los primeros tetrápodos se esforzaban por desarrollar sus extremidades gelatinosas y por sobrevivir en el aire seco, ustedes, provistos de la movilidad que dan las patas plenamente funcionales, hundían sus colmillos formidables en la carne desamparada de aquellos lejanos ancestros nuestros. Entrado el Carbonífero, gracias a una atmósfera hiperoxigenada, ustedes desarrollaron dimensiones atroces (ciempiés de dos metros de largo, arañas capaces de devorar a un gato, libélulas de envergadura comparable a la de las águilas actuales) que les permitieron engullir anfibios y reptiles. De no haber sido por el cambio climático que sobrevino al fin de aquel periodo, tal vez los vertebrados habitaríamos hoy en día las rendijas de las casas de ustedes, nos disputaríamos las migajas de su cena y correríamos aterrorizados para evitar ser aplastados por sus patas peludas y por sus pedipalpos letales. Pero, en buena hora, el oxígeno escaseó, y sus sistemas traqueales resultaron incapaces, en la nueva circunstancia, de sostener aquellas monstruosas dimensiones.
Los hemos estudiado, clasificado, rebanado en el microscopio y disuelto en ácidos para obtener las claves de su composición última y residual, y hemos concluido por sostener, en nuestro discurso racional, que ustedes son banales e insignificantes, migajas de vida rudimentaria dispersas por el mundo. Sin embargo, algo en nuestra psique les teme, los odia y los asocia con la bestia invisible que devoró a plena luz del día al autor del Necronomicón, el árabe loco Abdul Alhazred.
Es posible que el pánico irracional que ustedes aún causan en muchos individuos de nuestra especie se encuentre grabado en los genes desde aquellos tiempos anómalos, al igual que la pesadilla recurrente de insectos gigantes y que el arquetipo de la araña devoradora. Tal vez hoy en día, en las contadas ocasiones en que un miriápodo se zampa a un ratón, o cuando un arácnido consigue cazar a un pequeño pájaro, los vertebrados sintamos un escalofrío de agravio revivido. Hay un dato importante: nuestro elemento primario de superioridad sobre ustedes no fue el tamaño ni la movilidad, sino la memoria. Y es que ustedes son seres sin recuerdos ni afectos, y sin más órganos perceptivos y cognitivos que un tumor triganglio dedicado a procesar las señales provenientes de sus ojos, sus antenas y sus hocicos, y un cordón de nudos ventrales que regulan su digestión y su circulación rudimentaria.
Nosotros hemos heredado de nuestros ancestros peces, anfibios y reptiles, junto con el sistema límbico, las emociones primarias que ustedes desconocen; en el cerebro de nuestros abuelos mamíferos se desarrollaron circunvoluciones que, sin incrementar el volumen del órgano, aumentaban su superficie; en nuestros predecesores más inmediatos apareció el neocórtex, y en él, la idea de Dios, el pensamiento económico, las narraciones de Kafka, la teoría de la evolución, los planos del Taj Mahal, los desfiles de modas y la comprensión paulatina de los agujeros negros. Ustedes, en cambio, llevan 500 millones de años sin pensar en nada y sin otras pulsiones que las de comer y evitar que se los coman.
Hoy en día hemos establecido reglas para compartir con ustedes este planeta, nos resignamos a que nos devoren cuando hemos muerto; nos dignamos a entablar relaciones de estricta conveniencia con las abejas, los camarones, los gusanos de seda y la grana cochinilla, y hasta somos capaces de admirar las alas de una mariposa, a condición de que el resto de su anatomía nos pase inadvertida; podemos hallar simpáticos a algunos de ustedes, como los grillos (los volvemos símbolo de nuestros tapujos morales antes de echarlos a una sartén hirviente) y las catarinas; convertimos a las hormigas en ejemplo de laboriosidad (y después las masacramos en masa con un polvito blanco); los incorporamos a nuestro zodíaco, como les cupo en suerte al escorpión y al cangrejo, nos chupamos los dedos con el delicado sabor de la pulpa interior de langostas y camarones y, de cuando en cuando, los contratamos como mercenarios y ponemos un alacrán entre las sábanas del prójimo enemigo.
Pero no se equivoquen: nosotros los odiamos, artrópodos. Generalizamos y exageramos sus secreciones irritantes o venenosas, los identificamos con la suciedad y lo aborrecible, compartimos las fobias literarias hacia los trilobites, nos asquea su sexualidad (esos espermatóforos desprendibles a conveniencia...), nos repugnan sus articulaciones, nos enferman sus hábitos alimenticios (esa manía de vomitar jugos gástricos sobre lo que se van a tragar...), despreciamos su vida social inconsciente y mecánica, nos irritan las cucarachas, nos causan rechazo moral las mantis religiosas, no cejaremos nunca en el afán de lograr la extinción total de las moscas y los zancudos.
Olvídense de la fobia que nos causan las serpientes, el miedo que experimentamos ante un lagarto, el asco que nos infunden los buitres y las hienas, nuestras precauciones ante los tigres y los lobos. No se fijen en nuestras diferencias internas, como las que desembocaron en la Primera y en la Segunda guerras mundiales, en Vietnam, en Kampuchea, en Yugoslavia, en Gaza. Téngannos miedo: qué seremos capaces de hacer contra ustedes si los romanos hicieron lo que hicieron a los cartagineses, los otomanos, a los armenios, Stalin, a los pueblos soviéticos, Hitler, a los judíos y a los gitanos y a los comunistas y a los eslavos y a los homosexuales, Bush, al mundo.
Hoy por hoy, peleamos una guerra confusa y desganada. Tal vez se intensifique, cuando los humanos hayamos devorado todo lo devorable en el planeta, volteemos hacia ustedes, nos aguantemos las náuseas y los volvamos hamburguesas. Pero tal vez sea más probable que nos partamos la madre entre nosotros y que ustedes, hereden una Tierra que han poseído siempre y en la que nosotros somos un paréntesis más bien pequeño. Tal vez les dejemos un mundo enrojecido, caliente y agrietado, en el que ustedes saltarán sobre los charcos de ponzoña química que testimoniarán nuestro paso por el mundo y volverán a ser gigantes, como en el Carbonífero.
Mientras llega la hora de la verdad, recuerdo uno de los excepcionales gestos de piedad que uno de los nuestros --César, su nombre de pila, Vallejo, su apellido-- ha tenido hacia ustedes. Se los dejo. Qué importa que no vayan a entenderlo ni en otros cien millones de años de evolución:
Es una araña enorme que ya no anda;
una araña incolora, cuyo cuerpo,
una cabeza y un abdomen, sangra.
Hoy la he visto de cerca. Y con qué esfuerzo
hacia todos los flancos
sus pies innumerables alargaba.
y he pensado en sus ojos invisibles,
los pilotos fatales de la araña.
Es una araña que temblaba fija
en un filo de piedra;
el abdomen a un lado,
y al otro la cabeza.
Con tantos pies la pobre, y aún no puede
resolverse. Y, al verla
atónita en tal trance,
hoy me ha dado qué pena esa viajera.
Es una araña enorme, a quien impide
el abdomen seguir a la cabeza.
Y he pensado en sus ojos
y en sus pies numerosos...
¡Y me ha dado qué pena esa viajera!
La jornada
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