Regina Martínez era una periodista promedio, como la mayoría de quienes ejercen este oficio en México. No era un rostro conocido de la televisión, ni alguien que firmara autógrafos, ni alguien a quien se le viera sentada en los restaurantes codeándose con los señores del poder. Era una reportera forjada a base de experiencia, de nota diaria, que trabajó durante años para el diario La Jornada y después para el prestigiado semanario Proceso, del cual fue corresponsal hasta el día de su muerte. Era de esos periodistas que se ven a diario buscando la información reciente, caminando las calles, conversando con la gente, denunciando y, como en el caso de muchas mujeres, abriendo brecha en su profesión.
Las descripciones que he leído por parte de quienes la conocieron dibujan a una Regina de 49 años, bajita, delgada y discreta, que aunque en apariencia era frágil tenía fortaleza de carácter e integridad profesional. Álvaro Delgado, compañero suyo en Proceso, la recuerda como una “totonaca entera y orgullosa” que fue, “como persona y periodista, un emblema de heroísmo”.
Quise empezar este texto haciendo un acercamiento a las características personales de esta periodista, asesinada el sábado 28 de abril en su casa de Xalapa, Veracruz, porque considero importante enfatizar este hecho: Regina no era un “pez gordo”, alguien vinculada con el poder o que debiera cuentas. En todo caso, su culpa fue realizar su trabajo bajo un gobierno en el que la impunidad se ha vuelto la norma cotidiana.
Lo que más me impactó al enterarme de la muerte de la periodista, una entre los 80 comunicadores que han sido asesinados en México del año 2000 a la fecha, fue saber que en su rostro había golpes y que murió estrangulada. La pude imaginar en su casa, en sábado por la tarde, siendo víctima -delgada, bajita como la describen- de algún hombre, o varios, sometiéndola y torturándola antes de matarla. Traté de imaginar lo que pasó por su mente. Tal vez pensó en alguna de sus notas recientes, denunciando corrupción y abuso de autoridad. Tal vez antes de morir le informaron de dónde venía la orden. Tal vez habrá pensado en su familia, en el dolor que les causaría saber que murió así. Y pienso que en algún momento, si la conciencia de la muerte atisbó por un instante en su persona, le habrá dolido imaginar que su muerte también quedaría impune.
En menos de un año y medio de gobierno, Javier Duarte, gobernador del estado de Veracruz, ha lamentado la muerte de cuatro periodistas como lamentó la de Regina el sábado pasado, pero no ha podido esclarecer los asesinatos ni hacer justicia. Proceso reporta que hay otros 13 periodistas que han salido de la entidad por amenazas, además de uno más que permanece desaparecido.
Este patrón no es exclusivo de Veracruz. Durante el sexenio del presidente Felipe Calderón han sido asesinados en promedio diez periodistas por año, y la falta de resolución de estos asesinatos se explica fácilmente con la estadística media nacional: de cada 100 delitos denunciados, sólo 3 resultan en el encarcelamiento de los responsables. 97% de probabilidad de impunidad para quien comete un delito, para quien tortura y estrangula.
Cada vez que se ha dado a conocer la muerte de un periodista, el presidente ha emitido “una enérgica condena” y ha ofrecido que se investigará “hasta las últimas consecuencias” para dar “castigo a los responsables”. El día que murió Regina Martínez quienes utilizan las redes sociales hacían mofa de estas frases, repetidas hasta el cansancio por el primer mandatario. La rabia y la indignación aumentan cada vez que una condena prefabricada vuelve a ser la única respuesta de un gobierno que lleva 60 mil muertes sobre la espalda y que osa dividir a los muertos en dos categorías: delincuentes y “daños colaterales”.
Regina no es ninguno de los dos. Los periodistas no están muriendo por haber tenido el mal tino de estar en un fuego cruzado, ni porque en un retén los confundieron y les dispararon antes de investigar. Los periodistas están muriendo porque hacen su trabajo, el que tiene por objetivo dar voz a una sociedad que la delincuencia prefiere en silencio. Y como ocurre con el resto de los crímenes registrados en el país, la impunidad se ha encargado de esparcir el miedo, y con el miedo se está logrando el silencio deseado.
México hoy es un país en el que de nada sirve vivir una vida congruente, valiente, apasionada del trabajo y comprometida con la verdad. Tras la muerte de Regina se ha vuelto a escuchar la voz de su gremio exigiendo justicia y seguridad; pero todo clamor se vuelve silencio cuando se estrella contra el muro de la impunidad.
Eileen Truax, Huffington Post / Proceso
No hay comentarios:
Publicar un comentario