El último poema de Paul Celan
A la memoria de Carlos Fuentes
Javier Sicilia
No ha habido, en este sentido, un intento más profundo y desmesurado que el de Celan. Nadie tampoco –quizá con excepción de Beckett– ha llevado el lenguaje de la poesía a los territorios a los que él la condujo. ¿Qué dice? El intento de revelar lo inefable. No sólo el horror del mal, sino la presente ausencia de un Dios y de una madre que a falta de un nombre llamó “tú”, la encarnación, a través de la lengua alemana, de lo que los profetas anunciaron en hebreo y que los nazis habían borrado de la palabra como habían borrado los cuerpos en el humo de los hornos crematorios –esa “tumba excavada en el aire”.
¿Lo logró? No lo sé. Lo que sé es que este sobreviviente –como lo definió su mejor estudioso, John Felstiner, con las palabras de Celan–“de las múltiples tinieblas del discurso mortífero”, hizo que “sus palabras jadeantes” y su escritura trabajada con los “afilados cuchillos de ruego/ de mi/ silencio”, se volvieran cada vez más crípticas, más inefables en su decir, más balbucientes, hasta frisar el silencio absoluto. ¿Era el de los místicos? En un sentido positivo sí. Su último poema, escrito el 13 de abril de 1970, lo insinúa, no con el gozo de Juan de la Cruz, sino con el pesar de Ezequiel: “Los Abiertos llevan/ la piedra detrás de los ojos,/ ella te reconoce/ am Sabbath” (“en el día del Sabbath [el día del reposo, el día en que Dios descansó después de haber creado, el día que pertenece a su silencio] o “cuando venga el Sabbath” o “que venga el Sabbath”, traduce Felstiner las múltiples posibilidades del verso hebreo).
Habría que decir, sin embargo, que ese silencio, ese reposo, fue también místico en un sentido negativo, el de los desesperados, que en un mundo desalojado de Dios han perdido cualquier mediación –incluso la de la palabra que lo nombra y que no alcanza para refundar el sentido después de Auschwitz. Treinta y ocho días después de escrito el poema, Celan se suicida arrojándose al Sena en el puente Mirabeau. El sitio no es sólo emblemático; es, en su misma condición de emblema y de Shibboleth (contraseña), el sentido de su silencio. El poema de Apollinaire, que lleva el nombre de ese puente, habla del tiempo, del amor y de la permanencia. En el fluir del río –el indómito dios pardo de Eliot–, el amante, que permanece sobre el puente, mira el paso terrible del tiempo y el amor que se ha ido con él. Celan, que en el puente del poema buscaba rescatar la permanencia del amor y el sentido del dios, decidió sumergirse en sus oscuras aguas para alcanzar “el silencio de la respuesta”. Ese silencio no es un fracaso; es el más profundo de sus poemas, cuya hermosa resonancia habría que buscarla en el poema “¿Dónde?”, escrito seis años atrás: “En la masa movediza de la noche// En la rocalla y los derrubios de la pena,/ en la más lenta agitación,/ en el pozo-sabiduría Nunca.// Aguagujas/ recosen la sombra/ estallada-hacia/ lo más profundo/ logra ser/ libre.” Frente al retorcimiento que Celan había hecho de la lengua para forzarla a decir lo que los hombres habían envilecido, llega de nuevo Felstiner en nuestra ayuda: “Como ‘sombra’ en alemán tiene el género masculino, esas líneas finales pueden, tal vez, estar diciendo “él hacia/ lo más profundo/ logra ser/ libre.” Allí, donde el silencio de Dios hace los significados y en el fluir del tiempo y de sus aguas limosas los recoge en su insondable silencio.
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