Sonido Fulgor

viernes, 4 de mayo de 2012

Patti Smith, retrato de la artista indómita



A sus 66 años de edad, a punto de aterrizar en México para dar un concierto en el museo Diego Rivera-Anahuacalli, Patti Smith es la misma joven artista indómita de siempre.
Desembarcará en el país en plena madurez creativa. A finales de mayo comenzará a distribuirse en el mercado español su libro más reciente: El mar de coral (The coral sea), poemas en prosa con imágenes, el cual narra la vida de su amante y cómplice, el fotógrafo Robert Mapplethorpe. Semanas después, el 5 de junio, saldrá a la luz Banga, su décimo álbum de estudio, el primero después de una sequía de ocho años.
Banga es, también, el nombre del intrépido y fiel perro del procurador en la novela El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. La alusión al libro del escritor ruso en el disco de Patti Smith no es accidental. Toda su producción artística –su poesía, sus canciones y sus fotografías– está atravesada, alimentada e inspirada por las obras de grandes escritores como Bertolt Brecht, William Blake, William Burroughs y, más recientemente, Roberto Bolaño.
Su precoz encuentro con la literatura universal fue clave en el despertar de su vocación artística. Ella supo que quería serlo desde los 9 años, al leer Mujercitas, la novela de Luisa Maria Alcott, la cual cuenta las vicisitudes de cuatro niñas que se convierten en mujeres durante la Guerra Civil en Estados Unidos. Patti Smith se sintió identificada con Josephine, la segunda de las hijas: loca por la lectura y un poco marimacha.
Tres años más tarde, al visitar con su padre el Museo de Arte de Filadelfia se encontró, al mirar la obra de Pablo Picasso, “cara a cara con el arte. Había visto cuadros hermosos –narra–, pero cuando vi cuadros de Picasso tuve una sensación de libertad respecto al futuro. Inmediatamente sentí una conexión”. El encuentro con el pintor español representó para ella el descubrimiento de que ser artista es ver lo que otros no pueden mirar.
Tiempo después, ya como adolescente de 16 años, mientras se enamoraba del rostro y las palabras de Arthur Rimbaud, comprendió el poder de las palabras. Desde entonces el autor de Una temporada en el infierno se convirtió en su eterno acompañante y en fuente inagotable de inspiración. “Hay Rimbaud en la imagen o la obra de Dylan, Jim Morrison, Hendrix –le dijo al crítico español Diego A. Manrique–. Veo ecos suyos en Kurt Cobain, en su relación de amor-odio con su público. Sin saberlo, Rimbaud escribió el manual de cómo ser una estrella del rock mítica”.
La pintura la ayudó a afirmar sus propios rasgos de manera extraña. Muy alta y muy delgada, de rasgos andróginos, pelo negro peinado con coletas, nariz fuerte y afilada, Patti Smith creció un poco apenada de su físico, en la década de los 50, en un momento en el que el prototipo de belleza femenina era el de rubias de despampanantes cuerpos redondos. Las figuras estilizadas de El Greco y los cuadros de Frida Kahlo le permitieron encontrar imágenes con las cuales identificarse.
La artista nació en Chicago y creció en Nueva Jersey, en el seno de una familia pobre y trabajadora, perteneciente a los testigos de Jehová. Durante su niñez y su juventud sufrió una enfermedad tras otra: tuberculosis, bronquitis, escarlatina y sarampión. Algunas de sus canciones dan cuenta de las penurias que padeció. Free Money, una pieza para su madre, quien siempre soñaba con sacarse la lotería, pero nunca compró un billete, se inspira en su infancia pobre.
La poeta creció en la era de la protesta, de la presidencia y el asesinato de John F. Kennedy, de la generaciónbeat, de Bob Dylan, de los Rolling Stones. Una época en la que había un vasto alimento para el pensamiento y la experimentación, en los que la artista abrevó. Sus discos son la reivindicación de muchos de los valores y la sensibilidad de aquellos tiempos. Con voz profunda y desgarradora, fusiona poesía con paisajes sonoros al tocar canciones elementales, impulsivas y arrebatadas; su música apela a la ética del rock como revuelta.
A comienzos de los años 70, Patti Smith sintió que las manecillas del reloj caminaban en sentido contrario y no había muchas cosas que estimularan a las nuevas generaciones. Las voces mayores se habían extinguido; el radio se orientaba exclusivamente a hacer negocios. No había señales de nada nuevo en el firmamento musical. Siguiendo las enseñanzas de su admirado Jim Morrison, presintió que era capaz de atizar un poco el fuego, al tiempo que rendía un sentido homenaje a su panteón de estrellas. Lo logró.Horses, su primer disco, aparecido en 1975, le abrió nuevas avenidas a la producción artística.
Irreverente, Patti Smith nunca se ha arrodillado ante las modas. Orgullosa, reconoció en 1979: No siento que me haya vendido nunca o haya hecho cualquier cosa que me avergüence, aunque sí fui tentada.
En plena cruzada dignificadora contra la restauración comercial del rock, proclamó sobre ese género musical: Es nuestra voz, la voz de la juventud y de las preocupaciones revolucionarias. Años más tarde reconoció que había sido demasiado idealista. Amaba tanto a esa música y estaba tan segura que era el arte del pueblo, que no estaba preparada para presenciar su corrupción interior.
Enemiga de la adoración en abstracto a los artistas, rechaza ser una especie de vaca sagrada. Prefiere, en cambio, definirse a sí misma, ante todo, como una trabajadora. El trabajo es lo que más admira en la vida. Toda su vida ha chambeado: en una fábrica y vendiendo libros, en el campo y cuidando niños. Cada noche es incapaz de irse a la cama sin saber que ese día ha hecho algo. Al final, asegura, la verdad se encuentra en la obra, la esencia corpórea del artista.
Curiosa ironía, Patti Smith, una de las grandes forjadoras del punk, quiso ser Maria Callas y ama y escucha ópera. Aunque sólo toca unos cuantos acordes de guitarra y en su vida diaria tiene poca música, su cabeza siempre gira alrededor del canto, de hacer melodías, de escribir canciones.
En México, contó a La Jornada, tomó el mejor café de su vida (veracruzano), comenzó a escribir y se enfermó de hepatitis. Ahora, este sábado, en la morada de su querido Diego Rivera, ofrecerá en el país, por primera vez, un concierto público. Como lo ha hecho siempre, pondrá sobre la mesa las cartas de su talento, irreverencia e integridad, desplegando la fuerza de su poesía montada sobre un sonido improvisado.
Luis Hernández Navarro, La Jornada

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