Tíndaro, rey espartano, amaba a su esposa,
pero más que nada a la fidelidad de su esposa.
¡Qué trabajo le costaba espantar a manotazos
las moscas de los celos que revoloteaban en torno
de su enmielada inseguridad!
Tíndaro sabía que Leda contaba con un gran número de admiradores,
pues cuando su mujer se presentaba en público,
muchos palidecían,
otros pergeñaban versos lacrimógenos
y algunos sentían una borrasca de latidos en su pecho.
Tíndaro odiaba a aquello que ocurría
o podía ocurrir a sus espaldas.
A todo lo que se movía en la oscuridad
-fuese un ratón, un rechinido o una tristeza le
atribuía pretensiones de conspiración.
Por eso tenía a su servicio un número importante de espías,
dedicados a ver quién se escondía detrás de los árboles,
debajo de los puentes
y, en compañía de sus malas intenciones,
detrás de una máscara sonriente y amistosa.
Pero hubo algo que permaneció en las galerías de lo invisible
o a la espalda del rey:
que Júpiter divisó un día a Leda,
se le retorció quién sabe qué músculo del corazón,
y se quedó prendado de ella.
Esto no le pasó por la mente al rey,
quien no obstante no dejó de dormir tranquilamente,
con su triángulo amoroso de costumbre
(él, su esposa y su almohada)
y con un sueño sereno sin los sobresaltos y pesadillas
que convierten la cama del durmiente en cama de tortura.
Júpiter sabía que él sería rechazado por Leda;
conspiraban en su contra:
la desconfianza que provocaba en una mortal
tener deslices con la inmortalidad,
su mala fama -llevar de corazón una veleta
que no podía enamorarse de un solo punto cardinal y,
más que nada, la virtud de Leda
que en ninguna circunstancia estaba dispuesta
a dar su brazo y sus promesas y su monogamia a torcer.
Pero al dios libertino jamás lo detenía un no:
el rechazo era un antídoto contra sus indecisiones.
Las reticencias o dudas vaginales de su asediada,
despertaban la voluntad de dominio de la boa que,
después de haber tenido el largo sueño
de asimilación de otra conquista,
despertaba y volvía a las andadas.
Júpiter, conociendo los gustos refinados de la joven
-le encantaban los caracoles
que se aprendían de memoria los poemas del mar,
los saltamontes que eran como alpinistas sin montaña,
los erizos y su puesto de alfileres en venta,
los delfines como olas que pasaban al estado sólido-,
se tranformó en el animal
que podía atraer la atención y el cuidado de la dama.
Pero Leda le era fiel al monarca.
No tenía la menor intención
de establecer un amasiato entre alguna de sus células
y uno de los galanes que la merodeaban.
Ni pensar en ello.
Para distraerse tenía damas de compañía,
mucamos y muchísimos juguetes.
Y en su jardín un estanque donde,
a su desgracia,
brillaban por su ausencia todo tipo de ánades y pájaros acuáticos.
Ahí se presentó Júpiter metamorfoseado en hermosísimo cisne
que alargaba “el cuello lentamente /como blanca serpiente
/que saliera de un huevo de alabastro”.
Era un animal caído de la vía láctea,
limpio, manso, insinuante
que se acercaba a ella (navío con dos galeotes)
en cuanto la divisaba.
Se aproximaba a ella,
la dejaba acariciarlo,
frotaba su cuello en el cuello de la dama,
se alejaba a veces
-a la distancia exacta en que iba a ser extrañado y
volvía rápidamente al corral de la caricia.
El cisne fue convirtiéndose en cotidiano,
juguete delicioso, imprescindible.
Ella se descubrió teniendo una obsesión desconocida por el ave.
Éste bogaba en la conciencia de Leda como idea fija.
Y todo empezó a parecerle gris,
si no es que negro, cuando le faltaba
la blancura emplumada y navegante de su embrujo.
Y sucedió lo irremediable: ambos,
Leda y el cisne,
la esposa de Tíndaro y el rey de los dioses,
se fueron a la parte más escondida del estanque
y empezaron a intercambiar confidencias y atrevimientos.
En los escarceos, Júpiter creyó ver fugazmente en su amada
la reencarnación de su madre
ya que, en cierto momento, su brazo y el cuello del cisne
se enroscaron apasionadamente
como dos sierpes
que logran su plena satisfacción en el nudo del amancebamiento.
Al calor de la entrega,
por su lado, la mujer columbró,
en una visión relampagueante,
una divinidad espectral a horcajadas en el cuerpo del cisne,
con el cuello del ave enhiesto y erguido,
ondulante y lujurioso,
saliendo y penetrando en su entrepierna.
Enrique González Rojo
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