Alfredo R. Plascencia
por Gabriel Zaid
En el archivo de Miguel Medina Hermosilla (abogado, periodista, orador y magistrado del Tribunal Superior de Justicia del Distrito y Territorios Federales, 1887-1961), el historiador Fausto Zerón-Medina, su nieto, encontró una serie de cartas del admirable poeta Alfredo R. Plascencia, escritas desde 1918. Generosamente, me ha pasado una copia y sus investigaciones al respecto. Aprovecho también información de los prólogos de las ediciones de Plascencia.
Alfredo Plascencia Jáuregui nació el 15 de septiembre de 1875 en Jalostotitlán, Jal., y murió en Guadalajara, Jal., el 20 de mayo de 1930. Entró al seminario de Guadalajara el 18 de octubre de 1887 y fue ordenado sacerdote el 17 de septiembre de 1899. Se pasó la vida sacerdotal dando tumbos de un pueblo a otro, primero en Zacatecas (Nochistlán, San Pedro Apulco) y luego en Jalisco (Bolaños, San Gaspar, Guadalajara, Amatitán, Ocotlán, Temaca, Portezuelo, Jamay, El Salto, Acatic, Tonalá, Atoyac, San Juan de los Lagos, Valle de Guadalupe), con dos salidas al extranjero. En 1923, respondió al llamado del obispo de Los Ángeles que buscaba sacerdotes mexicanos. En 1929, estuvo en El Salvador, huyendo de la persecución religiosa.
Se dice que era alcohólico, como su madre. Recuerda a los personajes atormentados del Diario de un cura de aldea (George Bernanos) y El poder y la gloria (Graham Greene). Su inocencia mundana y su vehemencia espiritual no le ayudaron para entenderse con sus feligreses ni con sus superiores. Veneró a Luis Navarro y Sedano (el Padre Luis de muchos de sus poemas, un párroco de Tequila que tuvo fama de santo), y cuando estuvo cerca de él vivió sus mejores años. Pero con frecuencia vivió solo y su alma ante Dios, abandonado en situaciones prácticas superiores a su capacidad, sin familia, sin dinero, sin compañeros, sin un obispo que entendiera de dónde había que sacarlo y dónde había qué ponerlo para que diera lo mejor de sí. Era un soñador:
Escribir lo que sueño es necesario
porque es nomás entonces cuando vivo.
Cometió imprudencias y faltas que escandalizaron. Alguna vez, en un impulso generoso, regaló uno de los dos armonios de su iglesia (a otra que no tenía ninguno), con indignación de sus parroquianos. En otra ocasión, construyó un templo en un terreno tan blando, que se cuarteó. Tuvo un pleito con otro sacerdote de muchos recursos, que le organizó casi un linchamiento, por el cual tuvo que salir huyendo, disfrazado (lo cuenta en "El éxodo"). Tuvo amoríos y un hijo, al que le dedica un poema (Ad altare, "Para mi hijo Jaime, con devota ternura"):
¡Oh! ¿qué música es ésta,
que por mejor sentirla se empina el río
y se pone de fiesta?
Todas las frondas cantan al hijo mío,
y hasta la cuesta.
Se comprende que don Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), poeta y erudito que promovió el rescate y publicación de documentos históricos, vicerrector del Seminario Conciliar de México, secretario de la Pontificia Universidad y del v Concilio Provincial Mexicano, luego obispo de Chiapas (donde fundó colegios, promovió industrias e introdujo el alumbrado eléctrico a San Cristóbal), al ser nombrado arzobispo de Guadalajara (en 1912), se impacientara con las hazañas del padre Plascencia.
Un incidente memorable pinta el desencuentro. Una vez que el arzobispo de Guadalajara andaba huyendo de los carrancistas, pasó por Atoyac porque necesitaba una remuda de caballos para internarse en la sierra, y se encontró con que el padre había organizado, en vez de ayuda práctica, ¡una velada literario-musical en su honor! Todo el pueblo supo lo que dijo el arzobispo: "Esos poetas no sirven para nada".
Pero sus feligreses (entre los cuales estaba el médico del lugar, Juan R. Martínez, padre de José Luis Martínez) ya sabían a qué atenerse con el párroco recién llegado, cuya tarjeta de presentación decía: "El Padre Alfredo R. Plascencia ofrece a usted su casa y su inutilidad personal en esta parroquia. Atoyac, Jalisco, 23 de enero de 1920".
Fue pobre, como toda su familia; hijo de un sastre tuberculoso, hermano de un soldado y una monja (lo cual explica el título Del cuartel y del claustro, que dedicó a su memoria). Tanto su padre como sus hermanos murieron prematuramente. Él vivió más, pero sólo 55 años. La única vez que tuvo ahorros (como "bracero" en Los Ángeles) se los gastó en la publicación de sus poemas: El libro de Dios, El paso del dolor,Del cuartel y del claustro, que mandó imprimir simultáneamente (Barcelona, Imprenta de Eugenio Subirana, 1924, con prólogo del joven Alfonso Junco). Alguna vez tuvo que vender sus libros, excepto la Biblia, que leyó mucho y es su fuente principal (además de los poetas griegos y latinos, de los cuales hizo algunas traducciones). También vendió su saxofón, con remordimientos que expresó en una serie de sonetos ("Lo que fue del soprano"):
Hoy la caja está sola con soledad que mata.
Me persigue el recuerdo del hermano vendido.
Otros sonetos notables fueron los que escribió cuando le anunciaron (equivocadamente) que iba a quedar ciego. En unos, dirigidos a "Menelik, el buen perro", celebra sus futuras andanzas de compañeros vagabundos. En otros ("La nueva Ilíada") toma con humor sus ilusiones de "parecerme a Homero" en "la inefable noche" "maravillada de astros", y hasta le reprocha al doctor su intervención:
Es lo debido
buscar un tribunal para el infame,
y que ya no sea más tan comedido
y solamente cure a quien lo llame.
Plascencia publicaba sus poemas en hojas parroquiales y periódicos locales, pero tuvo la suerte de publicar en El Pueblo, diario de la ciudad de México, gracias a que Miguel Medina Hermosilla, hijo de un amigo suyo y antiguo estudiante del Seminario de Guadalajara, era el jefe de redacción. Quizá animado por esto, se atrevió a pedirle un prólogo a Luis G. Urbina y entendió que se lo daría, según le escribe a Medina (9 IV 18). No hubo respuesta, si es que Urbina (en La Habana, Madrid, Buenos Aires, Madrid, desde 1915) recibió la carta.
La inocencia le hizo creer que un libro de poemas, en vez de costarle (como sucedió), podía dejar dinero, que quiso regalar. Resulta que, al visitar una casa de monjas, descubrió que la madre superiora, muy enferma, se había quedado sin atención médica, porque ya no pudieron pagar al doctor. Lo cuenta en un poema ("La dueña de las rimas"), cuya primera versión (dedicada a Medina) se titulaba "El cambio de médico":
Supe yo que la monja estaba grave
del mal que le escarbaba el corazón,
y poniéndome a hablar con la novicia
en quien vino a encarnar el buen Dolor,
díjele: "¿Cómo sigue?", y respondióme
con reposada voz:
"Como no se le advierte mejoría
le cambiamos doctor.
Nuestro médico es bueno y nada cobra.
El buen médico... ¡es Dios!
También lo cuenta en una carta a Medina (28 XI 19):
[...] aconteció que habiendo tenido que visitar en Puebla a las monjitas del Verbo Encarnado, compañeras de mi hermana, muerta hace dos años en Chilapa, pude darme cuenta de su pobreza extremada, pues me las encontré viviendo en una vecindad miserable, y enferma casi de hambre y sin medicinas la M. Superiora, y me vino un arrebato de mis acostumbradas locuras y no teniendo más a la mano que darles que mis versos, eso les di [...] Amigo mío: Ud. y yo sabemos que sobre los designios de los hombres están los de Dios, y que donde manda capitán no gobierna marinero; y vengo entendiendo por esto que de esta suerte pensó Dios atender a aquellas pobres criaturas suyas.
Para formalizar el donativo, se dirige al obispo de Chilapa, en carta de la misma fecha, adjunta como copia:
He concluido un pequeño volumen de versos que me inspiró la completa desaparición de mi casa, y que se llama, por eso, El paso del dolor; y en vista de la grande miseria y escandalosa escasez por que atraviesan las monjitas del Verbo Encarnado de Puebla, que son las mismas de Chilapa, he concebido el designio, ya que soy también pobre y no tengo otro camino por donde poder ayudarlas, de regalar la propiedad de dicho libro a las Casas de ese género [...] Su S. Ilma., que por razón natural debe ser más versado en estas cosas, se dignará decirme cómo debo hacer todo esto.
Todavía el 2 de enero de 1920, le escribe a Medina:
Ahora es tiempo ya de que nos pongamos en toda forma a arreglar lo relativo a la publicación del mamarracho. ¿Cómo piensa Ud. que lo hagamos? Si hiciéramos unos 5,000 ejemplares ¿cree Ud. que se venderían? Yo entiendo que en Guadalajara, quiero decir: en el estado, bien alcanzarían a colocarse mil. Siendo grueso el papel y de buena clase, como éste, por ejemplo, y yendo repartido lo escrito más o menos como va, para que la obrita resulte un poco menos delgada, ¿cuánto podría costar el papel? La impresión, ¿en dónde piensa Ud. que se haga? ¿Y cuánto podrá costar?
Todo para "dar siempre a aquellas buenas Casas lo que el libro produzca, deduciendo solamente los gastos de la empresa y algunos ejemplares que pienso obsequiar a algunos de mis buenos amigos, a Ud.in capite".
Nos hace falta una biografía de Plascencia para entender mejor sus poemas, porque casi todos son autobiográficos: una especie de diario de un cura de aldea. Después, un Bernanos y un Bresson podrían hacer una novela y una película sobre este personaje bíblico y pintoresco que, según se dice, el arzobispo de Guadalajara quiso borrar del mapa eclesiástico. Lo refundió en pueblos miserables, le quitó el cargo de párroco y, al morir, ordenó que se quemaran sus papeles. Afortunadamente, en sus últimos años, retirado en una casa donde alojaba cariñosamente a muchos perros, lo descubrieron los escritores del quincenario Bandera de Provincias (1929-1930): Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Agustín Yáñez y otros, que obtuvieron de él, además de su amistad y sus libros, muchos manuscritos. Gutiérrez Hermosillo publicó una Antología poética (UNAM, 1946). Agustín Yáñez, cuando fue gobernador de Jalisco, promovió la edición completa de su poesía, que hizo Luis Vázquez Correa (Poesías, Casa de la Cultura Jalisciense, 1959). Por cierto que Vázquez dejó este croquis del poeta en sus años finales: "Él era un viejecito delgado y rojo, bajo de cuerpo, extremadamente limpio. Usaba una hopalanda de pintor". El "viejecito" tenía poco más de cincuenta años.
También nos hace falta una edición anotada de su obra. Ojalá que Ernesto Flores, que ha publicado artículos sobre Plascencia (y una antología en Material de Lectura, UNAM, 1980) y que publicó en el Fondo de Cultura Económica una edición minuciosa de otro gran poeta pueblerino, Francisco González León (Poemas, Letras Mexicanas, 1990) haga un volumen paralelo de Plascencia, en Letras Mexicanas. Mientras tanto, el más amplio estudio biográfico está en la Antología del padre José R. Ramírez (Guadalajara, 1992, edición del antólogo); y lo más fácil de conseguir es su mejor libro (El libro de Dios, Conaculta, Tercera Serie de Lecturas Mexicanas, 1990, con prólogo de Javier Sicilia). Ahí está ese poema ("Ciego Dios") digno de figurar en una antología universal de poemas a la crucifixión, cuya primera estrofa rompe la tradición milenaria del género:
Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes. -
Alfredo Plascencia Jáuregui nació el 15 de septiembre de 1875 en Jalostotitlán, Jal., y murió en Guadalajara, Jal., el 20 de mayo de 1930. Entró al seminario de Guadalajara el 18 de octubre de 1887 y fue ordenado sacerdote el 17 de septiembre de 1899. Se pasó la vida sacerdotal dando tumbos de un pueblo a otro, primero en Zacatecas (Nochistlán, San Pedro Apulco) y luego en Jalisco (Bolaños, San Gaspar, Guadalajara, Amatitán, Ocotlán, Temaca, Portezuelo, Jamay, El Salto, Acatic, Tonalá, Atoyac, San Juan de los Lagos, Valle de Guadalupe), con dos salidas al extranjero. En 1923, respondió al llamado del obispo de Los Ángeles que buscaba sacerdotes mexicanos. En 1929, estuvo en El Salvador, huyendo de la persecución religiosa.
Se dice que era alcohólico, como su madre. Recuerda a los personajes atormentados del Diario de un cura de aldea (George Bernanos) y El poder y la gloria (Graham Greene). Su inocencia mundana y su vehemencia espiritual no le ayudaron para entenderse con sus feligreses ni con sus superiores. Veneró a Luis Navarro y Sedano (el Padre Luis de muchos de sus poemas, un párroco de Tequila que tuvo fama de santo), y cuando estuvo cerca de él vivió sus mejores años. Pero con frecuencia vivió solo y su alma ante Dios, abandonado en situaciones prácticas superiores a su capacidad, sin familia, sin dinero, sin compañeros, sin un obispo que entendiera de dónde había que sacarlo y dónde había qué ponerlo para que diera lo mejor de sí. Era un soñador:
Escribir lo que sueño es necesario
porque es nomás entonces cuando vivo.
Cometió imprudencias y faltas que escandalizaron. Alguna vez, en un impulso generoso, regaló uno de los dos armonios de su iglesia (a otra que no tenía ninguno), con indignación de sus parroquianos. En otra ocasión, construyó un templo en un terreno tan blando, que se cuarteó. Tuvo un pleito con otro sacerdote de muchos recursos, que le organizó casi un linchamiento, por el cual tuvo que salir huyendo, disfrazado (lo cuenta en "El éxodo"). Tuvo amoríos y un hijo, al que le dedica un poema (Ad altare, "Para mi hijo Jaime, con devota ternura"):
¡Oh! ¿qué música es ésta,
que por mejor sentirla se empina el río
y se pone de fiesta?
Todas las frondas cantan al hijo mío,
y hasta la cuesta.
Se comprende que don Francisco Orozco y Jiménez (1864-1936), poeta y erudito que promovió el rescate y publicación de documentos históricos, vicerrector del Seminario Conciliar de México, secretario de la Pontificia Universidad y del v Concilio Provincial Mexicano, luego obispo de Chiapas (donde fundó colegios, promovió industrias e introdujo el alumbrado eléctrico a San Cristóbal), al ser nombrado arzobispo de Guadalajara (en 1912), se impacientara con las hazañas del padre Plascencia.
Un incidente memorable pinta el desencuentro. Una vez que el arzobispo de Guadalajara andaba huyendo de los carrancistas, pasó por Atoyac porque necesitaba una remuda de caballos para internarse en la sierra, y se encontró con que el padre había organizado, en vez de ayuda práctica, ¡una velada literario-musical en su honor! Todo el pueblo supo lo que dijo el arzobispo: "Esos poetas no sirven para nada".
Pero sus feligreses (entre los cuales estaba el médico del lugar, Juan R. Martínez, padre de José Luis Martínez) ya sabían a qué atenerse con el párroco recién llegado, cuya tarjeta de presentación decía: "El Padre Alfredo R. Plascencia ofrece a usted su casa y su inutilidad personal en esta parroquia. Atoyac, Jalisco, 23 de enero de 1920".
Fue pobre, como toda su familia; hijo de un sastre tuberculoso, hermano de un soldado y una monja (lo cual explica el título Del cuartel y del claustro, que dedicó a su memoria). Tanto su padre como sus hermanos murieron prematuramente. Él vivió más, pero sólo 55 años. La única vez que tuvo ahorros (como "bracero" en Los Ángeles) se los gastó en la publicación de sus poemas: El libro de Dios, El paso del dolor,Del cuartel y del claustro, que mandó imprimir simultáneamente (Barcelona, Imprenta de Eugenio Subirana, 1924, con prólogo del joven Alfonso Junco). Alguna vez tuvo que vender sus libros, excepto la Biblia, que leyó mucho y es su fuente principal (además de los poetas griegos y latinos, de los cuales hizo algunas traducciones). También vendió su saxofón, con remordimientos que expresó en una serie de sonetos ("Lo que fue del soprano"):
Hoy la caja está sola con soledad que mata.
Me persigue el recuerdo del hermano vendido.
Otros sonetos notables fueron los que escribió cuando le anunciaron (equivocadamente) que iba a quedar ciego. En unos, dirigidos a "Menelik, el buen perro", celebra sus futuras andanzas de compañeros vagabundos. En otros ("La nueva Ilíada") toma con humor sus ilusiones de "parecerme a Homero" en "la inefable noche" "maravillada de astros", y hasta le reprocha al doctor su intervención:
Es lo debido
buscar un tribunal para el infame,
y que ya no sea más tan comedido
y solamente cure a quien lo llame.
Plascencia publicaba sus poemas en hojas parroquiales y periódicos locales, pero tuvo la suerte de publicar en El Pueblo, diario de la ciudad de México, gracias a que Miguel Medina Hermosilla, hijo de un amigo suyo y antiguo estudiante del Seminario de Guadalajara, era el jefe de redacción. Quizá animado por esto, se atrevió a pedirle un prólogo a Luis G. Urbina y entendió que se lo daría, según le escribe a Medina (9 IV 18). No hubo respuesta, si es que Urbina (en La Habana, Madrid, Buenos Aires, Madrid, desde 1915) recibió la carta.
La inocencia le hizo creer que un libro de poemas, en vez de costarle (como sucedió), podía dejar dinero, que quiso regalar. Resulta que, al visitar una casa de monjas, descubrió que la madre superiora, muy enferma, se había quedado sin atención médica, porque ya no pudieron pagar al doctor. Lo cuenta en un poema ("La dueña de las rimas"), cuya primera versión (dedicada a Medina) se titulaba "El cambio de médico":
Supe yo que la monja estaba grave
del mal que le escarbaba el corazón,
y poniéndome a hablar con la novicia
en quien vino a encarnar el buen Dolor,
díjele: "¿Cómo sigue?", y respondióme
con reposada voz:
"Como no se le advierte mejoría
le cambiamos doctor.
Nuestro médico es bueno y nada cobra.
El buen médico... ¡es Dios!
También lo cuenta en una carta a Medina (28 XI 19):
[...] aconteció que habiendo tenido que visitar en Puebla a las monjitas del Verbo Encarnado, compañeras de mi hermana, muerta hace dos años en Chilapa, pude darme cuenta de su pobreza extremada, pues me las encontré viviendo en una vecindad miserable, y enferma casi de hambre y sin medicinas la M. Superiora, y me vino un arrebato de mis acostumbradas locuras y no teniendo más a la mano que darles que mis versos, eso les di [...] Amigo mío: Ud. y yo sabemos que sobre los designios de los hombres están los de Dios, y que donde manda capitán no gobierna marinero; y vengo entendiendo por esto que de esta suerte pensó Dios atender a aquellas pobres criaturas suyas.
Para formalizar el donativo, se dirige al obispo de Chilapa, en carta de la misma fecha, adjunta como copia:
He concluido un pequeño volumen de versos que me inspiró la completa desaparición de mi casa, y que se llama, por eso, El paso del dolor; y en vista de la grande miseria y escandalosa escasez por que atraviesan las monjitas del Verbo Encarnado de Puebla, que son las mismas de Chilapa, he concebido el designio, ya que soy también pobre y no tengo otro camino por donde poder ayudarlas, de regalar la propiedad de dicho libro a las Casas de ese género [...] Su S. Ilma., que por razón natural debe ser más versado en estas cosas, se dignará decirme cómo debo hacer todo esto.
Todavía el 2 de enero de 1920, le escribe a Medina:
Ahora es tiempo ya de que nos pongamos en toda forma a arreglar lo relativo a la publicación del mamarracho. ¿Cómo piensa Ud. que lo hagamos? Si hiciéramos unos 5,000 ejemplares ¿cree Ud. que se venderían? Yo entiendo que en Guadalajara, quiero decir: en el estado, bien alcanzarían a colocarse mil. Siendo grueso el papel y de buena clase, como éste, por ejemplo, y yendo repartido lo escrito más o menos como va, para que la obrita resulte un poco menos delgada, ¿cuánto podría costar el papel? La impresión, ¿en dónde piensa Ud. que se haga? ¿Y cuánto podrá costar?
Todo para "dar siempre a aquellas buenas Casas lo que el libro produzca, deduciendo solamente los gastos de la empresa y algunos ejemplares que pienso obsequiar a algunos de mis buenos amigos, a Ud.in capite".
Nos hace falta una biografía de Plascencia para entender mejor sus poemas, porque casi todos son autobiográficos: una especie de diario de un cura de aldea. Después, un Bernanos y un Bresson podrían hacer una novela y una película sobre este personaje bíblico y pintoresco que, según se dice, el arzobispo de Guadalajara quiso borrar del mapa eclesiástico. Lo refundió en pueblos miserables, le quitó el cargo de párroco y, al morir, ordenó que se quemaran sus papeles. Afortunadamente, en sus últimos años, retirado en una casa donde alojaba cariñosamente a muchos perros, lo descubrieron los escritores del quincenario Bandera de Provincias (1929-1930): Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Agustín Yáñez y otros, que obtuvieron de él, además de su amistad y sus libros, muchos manuscritos. Gutiérrez Hermosillo publicó una Antología poética (UNAM, 1946). Agustín Yáñez, cuando fue gobernador de Jalisco, promovió la edición completa de su poesía, que hizo Luis Vázquez Correa (Poesías, Casa de la Cultura Jalisciense, 1959). Por cierto que Vázquez dejó este croquis del poeta en sus años finales: "Él era un viejecito delgado y rojo, bajo de cuerpo, extremadamente limpio. Usaba una hopalanda de pintor". El "viejecito" tenía poco más de cincuenta años.
También nos hace falta una edición anotada de su obra. Ojalá que Ernesto Flores, que ha publicado artículos sobre Plascencia (y una antología en Material de Lectura, UNAM, 1980) y que publicó en el Fondo de Cultura Económica una edición minuciosa de otro gran poeta pueblerino, Francisco González León (Poemas, Letras Mexicanas, 1990) haga un volumen paralelo de Plascencia, en Letras Mexicanas. Mientras tanto, el más amplio estudio biográfico está en la Antología del padre José R. Ramírez (Guadalajara, 1992, edición del antólogo); y lo más fácil de conseguir es su mejor libro (El libro de Dios, Conaculta, Tercera Serie de Lecturas Mexicanas, 1990, con prólogo de Javier Sicilia). Ahí está ese poema ("Ciego Dios") digno de figurar en una antología universal de poemas a la crucifixión, cuya primera estrofa rompe la tradición milenaria del género:
Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes. -
agosto 2010, Letras Libres
No hay comentarios:
Publicar un comentario