Sonido Fulgor

sábado, 4 de junio de 2011

Guardián de poemas



La Colina, de Edgar Lee Masters

¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el abúlico, el de brazo fuerte, el payaso, el borrachín, el peleador?
Todos, todos, están durmiendo en la colina

Uno se fue en una fiebre,
uno ardió en la mina,
uno lo mataron en una riña,
uno murió en la cárcel,
uno cayó de un puente mientras trabajaba para su esposa e hijos.
Todos, todos están durmiendo, durmiendo, durmiendo en la colina.

¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Edith y Lizzie?
la de corazón tierno, la ingenua, la ruidosa, la orgullosa, la feliz?
Todas, todas, están durmiendo en la colina.

Una murió en un parto vergonzoso,
una por un amor desgraciado,
una a manos de un bruto en un burdel,
una por el orgullo despedazado mientras buscaba un ideal,
una, persiguiendo la vida en las lejanas Londres y París,
fue traída a su pequeño espacio por Ella y Kate y Mag.
Todas, todas están durmiendo, durmiendo, durmiendo en la colina.

¿Dónde están el tío Isaac y la tía Emily
y el viejo Towny Kinkaid y Sevigne Houghton
y el alcalde Walker, que llegó a hablar
con venerables hombres de la revolución?
Todos, todos, están durmiendo en la colina.

Les trajeron hijos muertos de la guerra,
hijas aplastadas por la vida
y a sus hijos huérfanos, llorando.
Todos, todos están durmiendo, durmiendo, durmiendo en la colina.

¿Dónde está el viejo violinista Jones
que cantó la vida todos sus noventa años
enfrentando la nieve a pecho desnudo,
bebiendo, peleando, sin pensar ni en la mujer ni en la familia
ni en el dinero ni en el amor ni en el cielo?
¡Oídlo! Recuerda, balbuceante, el pescado frito de antaño;
las carreras de caballos de otrora en el bosque de Clary;
lo que Abe Lincoln dijo
una vez en Springfield.

El apogeo, de Pierre Louys

Psiqué, hermana mía, escucha inmóvil, y tiembla.
La dicha llega, nos toca y nos habla de rodillas.
Estrechémonos las manos. Sé grave. Escucha aún... Nadie
es más feliz esta noche, más divino que nosotros.

Una ternura inmensa atrae entre las sombras
nuestros ojos semi-cerrados. ¿Qué queda todavía
del beso que se calma, del suspiro que se pierde?
La vida ha dado la vuelta a nuestro áureo reloj de arena.

Esta es nuestra hora eterna; eternamente grande.
La hora que sobrevivirá al efímero amor
como un velo impregnado de rosa y lavanda
conserva, cien años después, la juventud de un día.

Más tarde, hermosa mía, cuando noches ajenas
hayan pasado sobre ti, que ya no me esperarás,
cuando otros, acaso, amiga de las suaves manos,
celosos de mi nombre, rozarán tus pies desnudos.

Acuérdate de que un día vivimos los dos juntos
la única hora en que los dioses conceden, un instante,
a la cabeza inclinada, a la espalda temblorosa,
el puro espíritu vital que huye con el tiempo.

Acuérdate de que una noche, en nuestro lecho,
acariciándonos con deseos ansiosos de unirse,
cambiamos de boca a boca
la perla imperecedera en la que duerme el recuerdo.

Poemas de guerra, de Carl Sandburg

Asesinos
entre rojas escopetas
estadísticas
fauces
guerras
hierro
murmullos en un hospital de campaña
y obedecen.

Primer linchamiento, de Carl Sandburg

Hubo dos Cristos en el Gólgota:
uno bebió vinagre, otro miraba.
Uno estaba en la cruz, el otro en la muchedumbre.
Uno tenía los clavos en sus manos, el otro, agarrando
un martillo, clavaba clavos.
Había muchos más Cristos en el Gólgota, muchos más
compañeros ladrones, muchos, muchos en la multitud
aullaban el equivalente judeo de: "¡Matadlo! ¡Matadlo!"
El Cristo que ellos mataron, el Cristo que no mataron,
ambos estaban en el Gólgota.

¡Piedad, piedad por estos tobillos rotos!
¡Piedad, piedad por estas muñecas dislocadas!
Los brazos de la madre son fuertes hasta el final.
Ella le sostiene y cuenta los borbotones de sangre de su corazón.

En él había el olor de los barrios bajos,
iniquidades de los barrios bajos encendían sus ojos.
Canciones de los barrios bajos se trenzaban en su voz.
Los enemigos de los barrios bajos odiaban su corazón de
barrio bajo.

Las hojas de un árbol de la montaña,
hojas con una girante estrella temblando en ellas,
rocas con una canción de agua, agua, encima de ellas,
halcones con un ojo fijo en la muerte, siempre, siempre,
el olor y el poder de esto estaban en sus mangas, en las
ventanas de su nariz, en sus palabras.

El hombre de los barrios bajos fue muerto, el hombre de
la montaña vive.

El sembrador de estrellas, de Enrique González Martínez

Y pasarás, y al verte se dirán: "¿Qué camino
va siguiendo el sonámbulo?...." Desatento al murmullo
irás, al aire suelta la túnica de lino,
la túnica albeante de desdén y de orgullo.

Irán acompañándote apenas unas pocas
almas hechas de ensueño. . . .Mas al fin de la selva,
al ver ante sus ojos el murallón de rocas,
dirán amedrentadas: "Esperemos que vuelva."

Y treparás tú solo los agrietados senderos;
vendrá luego el fantástico desfile de paisajes,
y llegarás tú solo a descorrer celajes
allá donde las cumbres besan a los luceros.

Bajarás lentamente una noche de luna
enferma, de dolientes penumbras misteriosas,
sosteniendo tus manos y regando una a una,
con un gesto de dádiva, las lumínicas rosas.

Y mirarán absortos el claror de tus huellas,
y clamará la jerga de aquel montón humano:
"Es un ladrón de estrellas..." Y tu pródiga mano
seguirá por la vida desparramando estrellas. . .

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