Sonido Fulgor

jueves, 31 de marzo de 2011

Para continuar escarbando...


...en otra película originalísima del 2010 y a propósito de las entrevistas.

manuscrito de una libreta de Christopher Nolan con el mapa y apuntes de Inception

¿Cuan complicado fue convencer al estudio para que aceptara hacer la película y cómo fue cambiando la historia desde ese momento hasta que tuviste el guión terminado?
La primera vez que hablé con el estudio de este proyecto fue hace unos diez años. Recién había terminado “Insomnia” y, la verdad, lo que les conté fue, en líneas generales, la película que tenemos hoy. Todavía no tenía resuelto el núcleo emocional de la historia. Me llevó mucho tiempo encontrarle la vuelta y creo que, en cierto sentido, la historia se fue formando junto con la película. Tenía el elemento policial; tenía la relación entre la arquitectura y los sueños, la idea de usar la arquitectura para construir un sueño para otro… todas estas cosas estuvieron allí durante varios años pero me llevó mucho tiempo encontrar la forma de conectar la película con los sentimientos. Cada vez que miraba un policial sabía que quería crear esa misma sensación. El problema era que son películas que tienden a ser casi deliberadamente superficiales, a no tener grandes pretensiones emotivas. Lo que llegué a ver con el correr de los años —algo a lo que traté de apegarme— es que esta característica no funciona si uno quiere tratar con los sueños porque si hay algo característico de la mente humana y de los sueños es que tienen que tener consecuencias y repercusiones emotivas. Esa fue mi evolución a lo largo de los años: encontrar mi relación con la historia de amor, la tragedia adecuada para la película, el costado emotivo.

Esta es tu primera película de gran presupuesto basada en un material completamente original, en lugar de en algo preexistente. ¿Por qué sentiste que podías asumir ese riesgo?
Creo que existe una idea equivocada de lo que significa una fuente… Yo he utilizado todo tipo de materiales: cómics, cuentos, otras películas. Lo interesante de la idea original es que —en especial ésta, que me tomó diez años trabajarla desde la primera versión hasta el guión definitivo— una vez que tienes la versión final, hace tantos años que estás conviviendo con esas ideas que, la verdad, es casi lo mismo que trabajar con las ideas de otro. Por ejemplo con “Memento”, cuando adapté el cuento de mi hermano, sucedió lo mismo. Me terminé apropiando de la idea porque el proceso de escritura del guión me lleva mucho tiempo, tardo años en terminarlo y, para cuando llega ese momento, ya no me importa demasiado desde dónde empecé. En este sentido, son experiencias muy parecidas.

¿Qué es lo que tiene el mundo de los sueños para ti que te llevó a escribir y realizar esta película?
Los sueños me fascinaron toda la vida, desde pequeño. La relación que hay entre los sueños y las películas es algo que siempre me interesó, y me gustaba la idea de tratar de llevar esto a la pantalla. Hacía tiempo que estaba trabajando en el guión —unos diez años—, incluso ya con la forma que se puede ver en la película, con esta suerte de estructura policial. Lo que más me interesaba de los sueños y de hacer esta película es la idea de que, cuando uno se queda dormido, crea un mundo entero pero no sólo lo crea, también lo vive sin darse cuenta. Creo que eso dice mucho sobre el potencial de la mente humana, en particular sobre el potencial creativo. Es algo que me parece fascinante.

Cuando filmaste la escena de la nieve, ¿fue una especie de homenaje a las películas de James Bond?
Definitivamente. Siempre he sido un gran admirador de las películas de Bond. La que más me gusta en “On Her Majesty’s Secret Service”, en la que aparece la primera persecución en la nieve que se hizo en una película de esa franquicia. Me pareció que la idea de la persecución en la nieve podía funcionar muy bien como un sueño, como algo que puede crear la mente. Además me pareció que quedaría muy cinematográfica. También supuse que los cinéfilos iban a reconocer la inspiración sin que parezca una parodia ni que resulte un pastiche, agregándole calidad cinematográfica a los diferentes aspectos de los sueños.

El diseño de sonido y la música de la película de esta película son casi como un personaje más. ¿Podrías contarnos cómo fue tu trabajo en este aspecto de “Inception”?
Me gustan las películas en las que, por momentos, la música y el diseño de sonido son casi indistinguibles, y una de las cosas más interesantes que sucedieron en las primeras etapas de la producción fue que la canción de Edith Piaf ya estaba incluida en el guión desde mucho antes de que Marion Cotillard se sumara al proyecto. Tuve que decidir si llamar a los muchachos del departamento de sonido o a los músicos, a Hanz Zimmer para que manipulara el tema y lo hiciera sonar como si se escuchara entre sueños, luego se frenara un poco para terminar siendo enorme, etcétera, o si lo dejaba asi como estaba. Fue una forma interesante de encararlo. Lo que decidí fue dárselo a Hans, dejarlo hacer y ver si, de algún modo, podía imbuir elementos de la música porque siempre tuvimos en claro —ya lo habíamos hablado— que hacia el clímax de la película íbamos a necesitar que la música se compenetrara perfectamente con la fuente del sonido. Técnicamente, es algo muy difícil de hacer.

Se ha dicho que una de las películas que te influyeron para la realización de “Inception” fue “The Wall” de Pink Floyd, pero allí los sueños son muy subidos de tono, mientras que en tu película es como que le escapas a ese tema, ¿fue algo deliberado?
Bueno, hay ciertas áreas —cuando hablamos de sueños y de la interpretación de los sueños— que tuvimos que eludir porque serían muy perturbadoras para el tipo de género de acción que estábamos trabajando, o habrían roto el clima que tratamos de crear. Con respecto al tono, una de las cosas que hablamos mucho con Leo fue la necesidad de controlar bien el guión para nunca caer en la comedia. Todos los actores lograron en sus actuaciones algo que me pareció extraordinario: crearon diferencias muy sutiles en las formas en que los personajes aparecen en los distintos niveles del sueño pero nunca cayeron en la comedia. De hecho, creo que es muy probable que haya por ahí una versión humorística de esta película, pero no era lo que yo quería hacer.

¿Dirías que en la película exploras la relación entre el cine y el mundo de los sueños?
Es posible. En mi caso, cuando pienso en la posibilidad de crear un mundo ilimitado y usarlo como un espacio ilimitado en donde vivir una aventura, siempre me vuelco hacia los mundos cinematográficos, como el de las películas de James Bond o de cualquier otro tipo. Sin ser demasiado consciente de eso o sin demasiada intención, mientras escribía dejé que mi imaginación volara hacia donde quisiera. En consecuencia, se fueron colando fragmentos de diferentes géneros cinematográficos: películas sobre golpes criminales, de detectives…

Breve entrevista a David Fincher sobre Red Social


—La película puede ser vista como el retrato de un cretino, aunque puede que usted se haya sentido identificado con él como antiguo…

—¿Como antiguo cretino?

—…como antiguo niño prodigio.

—No creo que sea un cretino. A muchas personas les gusta, cuando ven una película, que les expliquen si el personaje es bueno o malo. Yo no hago películas fáciles para esa clase de gente. Mark Zuckenberg es una persona real. Puede ser mezquino y puede ser muy inteligente, o muy estúpido. A mí me parece muy especial. Yo encuentro un agujero en la noción binaria de la realidad. Para mí todo es gris.

—¿En algún momento se sintió preocupado por la reacción de Zuckenberg?

—No.

—Puede ser un enemigo muy poderoso.

—Esta es una historia sobre una disputa legal, no sobre su vida, sino sobre cómo se fundó Facebook y sus consecuencias. Es muy propio de Hollywood hacer una biografía sobre alguien y mostrar cómo cualquier detalle de su infancia explica su comportamiento posterior. Es un defecto muy americano.

—Como experto en la materia y si es verdad que no hay mala publicidad, ¿puede ser «La red social» el mayor anuncio jamás filmado? ¿Es beneficioso para Facebook?

—Creo que podría serlo. Habla bien de una empresa que crea empleo. El maldito Tony Montana era un héroe en «Scarface», Charles Foster Kane, Travis Bickle —Robert de Niro en «Taxi driver»—, Hannibal Lecter, Tony Soprano… La gente piensa en ellos sin cuestionar su moralidad. Son algunos de los ciudadanos más conocidos de América, personajes de su cine. A todas las gilipolleces que se han dicho sobre cómo es el retrato de Zuckerberg y si es justo o no, yo les digo: de una manera extraña fuimos demasiado amables con él.

—¿Se puede triunfar sin dejar cadáveres por el camino?

—A lo largo de una carrera, hay gente que te resulta útil. Cuando empiezas cualquier cosa, en la industria del vídeo, rodando anuncios o películas, conoces a un montón de gente con la que estableces relaciones de simbiosis. Entonces tú avanzas y empiezas a darte cuenta de que a algunas no las necesitas más. Tú no escribes tu destino, él te encuentra. ¿Significa que soy una mala persona porque dejé que se marcharan de mi vida? No, solo significa que ha habido una evolución. Así es la vida. Al hacer la película lo único que podemos hacer es tratar de ser justos con todos los participantes en este litigio y con lo que representan. No es un retrato de gente que no me gusta. Si hubiera tenido esa intención probablemente no la habría hecho.

—¿Qué límites se plantearon usted y Sorkin? ¿Qué dejaron fuera?

—Sobre todo muchos de los mensajes electrónicos que Zuckerberg escribió sobre los gemelos Winklevoss. El problema de utilizar todo el material era que habría proporcionado un retrato más injusto. Durante la investigación, la gente se acercaba a menudo para decirme: ¿has visto este maldito e-mail? Algunos eran muy sarcásticos, pero es realmente duro juzgar esta forma de comunicación, entender los matices.

—¿En algún momento se plantearon el debate entre hacer una película más respetuosa con los hechos reales pero más aburrida?

—Si alguien nos rodara ahora mismo, podría poner la cámara a un lado y mostrarnos por igual, o podría poner la cámara detrás de tu hombro y sacarme hablando. Entonces podría cortar a otro plano rodado desde detrás de mi hombro y enfocarte a ti escuchando, con la mano en la barbilla, como alguien interesado en lo que digo. La mera naturaleza de la gramática visual podría condicionar el significado de las imágenes. Yo podría ser retratado como alguien seguro de lo que digo o como alguien a la defensiva. En resumen: la objetividad no existe

domingo, 27 de marzo de 2011

Recomendable blog: http://bibliotecaignoria.blogspot.com/

Brevedad



Postmodernity or the internet, ilustración de Avidae

La brevedad en el tiempo postmoderno

Fabrizio Andreella

I

En la época de la velocidad absoluta el tiempo es una espera. Contradicción aparente, porque si todo es miniaturizado por las prestaciones de la tecnología, no es que ganemos tiempo, más bien lo fragmentamos en una multitud de esperas momentáneas.

Lo que nos parece una ampliación del tiempo es en realidad una segmentación. El tiempo es desmenuzado como la pantalla de una televisión por cable: mil canales y un control remoto que pulveriza la atención y mueve las caderas de la información en un baile sin fin de pequeñas curiosidades.

Muy a menudo nos toca esperar unos segundos para que un aparato termine de procesar los datos que hemos inyectado en sus entrañas. (Cero-uno, cero-uno. El código binario del mundo digital trabaja para nosotros.)

Claro está que el tiempo de espera es siempre más corto, porque el pertinaz desarrollo tecnológico quiere dar espacio también a otras actividades de las maquinas y a otras esperas de los humanos.

El tiempo de la cotidianidad contemporánea es entonces como uno de esos quesos punteados por minúsculos agujeros, imperceptibles y claustrofóbicas salas de espera en las cuales nos acomodamos mil veces durante el día. Adentro no hay revistas que leer o desconocidos con quienes hablar. Todo es demasiado rápido para empezar algo nuevo, y demasiado lento para no percibir la discontinuidad. No hay más que esperar.

Ese tiempo libre no es un espacio para el ocio creativo, sino algo que hay que llenar con tabletas de vitaminas entretenidas, o sea juegos, noticias, chateos, mensajes cortos, pedazos de música digital, fotos, videos: pastillas que se encuentran en la farmacia trashumante que tenemos en el bolsillo, el iPhone o sus imitadores

Sí, hoy tenemos mucho tiempo libre, pero es un simple adorno que tiene la misma consistencia e importancia del azúcar glass esparcido sobre un pastel. ¿El tiempo tamizado por nuestras herramientas tecnológicas es un tiempo apacible para el sistema nervioso? Y sobre todo, ¿influye en nuestra experiencia?

II

Esta fragmentación no atañe únicamente al tiempo. El mundo que nos alcanza es demasiado abundante, rebosa una cantidad incontrolable de novedades y estilos, de necesidades y aspiraciones, de acontecimientos y noticias.

Necesitamos instrumentos para seleccionar, agrupar, dar formas y conexiones a todos los pedazos recogidos. Solamente así es posible moverse en la jungla mediática de hoy, en la cual hacemos constantemente una obra de absorción de mensajes mediáticos, un copy-paste psicológico que requiere una mesa de mezclas para que todo se amalgame.

Nos vemos obligados a sintetizar, y quizá simplificar, para poder recomponer la masa de informaciones que nos bombardea incesantemente. En el pasado, el arte de la selección parecía una práctica de adultos que no preferían la cantidad y disfrutaban la calidad. Hoy, la selección se vuelve práctica obligatoria para los adolescentes que tienen que aprender a flotar y a orientarse en el mar de la sociedad mediática.

De hecho, vivimos en un mundo informativo digital que sería incomprensible si no fuera por unos instrumentos que, además de seleccionar, fungen de almaceneros. Periódicos, televisión y sitios web reciben y ordenan la información para disponerla en las estanterías a donde llegará nuestra carretilla elevadora: un mouse, un control remoto.

Los bloggers son más bien corredores de noticias, o diyéis de la información que ofrecen una experiencia del mundo a través de las noticias escogidas. Hay quien toca música pésima, y otros que son muy buenos, pero es la reputación que alcanzan lo que determina el éxito del “proceso de civilización mediático-digital” que nos toca.
Nos guste o no, estos almaceneros y diyéis son las venas por donde corre la sangre digital de la información.

III

La condensación y la fugacidad son los estilemas necesarios a la aventura postmoderna. Las píldoras substituyen a los alimentos, las tarjetas al dinero, las pantallas al viaje, Facebook a las cafeterías, la televisión por cable a los estadios de futbol, la pornografía al sexo, los sondeos de opinión a las elecciones democráticas. Estos empobrecimientos de la experiencia sensorial son presentados como fantásticos éxitos del desarrollo y vividos como cómodos “ahorros de tiempo” para el ciudadano.

Esta es una cultura metafóricamente representada por el Post-it. Esas hojitas amarillas, discretas y educadamente pegadizas, son el símbolo de nuestros tiempos. A más de treinta años de su invención, se puede decir que ha sido una idea, más allá de su genial funcionalidad, emblemática de toda una cultura en construcción. En este principio de siglo que ya no es líquido, para utilizar el exitoso lema de Bauman, sino más bien gaseoso; todo es breve, ligero y evanescente como un Post-it.

IV

Sin embargo, existe una larga tradición de cultura y culto a la brevedad, del tajanteveni, vidi, vici (llegué, vi, vencí) de Julio César, a los haikus japoneses. El mismo tiempo fue un sagaz amante de la concisión cuando le quitó todo lo innecesario a las antiguas palabras de los presocráticos y nos entregó la belleza de las ruinas, o sea los fragmentos de Hesíodo, Tales, Anaximandro, Pitágoras, Heráclito, Parménides y otros más.

¿Y qué decir de todos los apasionados de la brevedad en el siglo XX como Cioran, Canetti, Gómez Dávila, Lec, Kraus, Flaiano, Gómez de la Serna? ¿O de la perfección musical, geométrica y cósmica de M’illumino d’immenso (me ilumino de inmensidad), el poema que el 26 de enero de 1917 Giuseppe Ungaretti concibió como dos versos que se reflejan, dos anillos enlazados para el yo y el universo?

Tampoco se puede olvidar la pudorosa parquedad de Jorge Luis Borges, que posiblemente no ganó el más merecido Premio Nobel porque nunca se atrevió a enjaular en la prolijidad su colosal erudición y su genio narrativo. ¿Y dónde podremos liberar al dinosaurio de Augusto Monterroso que todavía está allí, en la memoria de todos sus lectores?

Esas concisiones son relámpagos que abren abismos o espacios siderales, que dan acceso a mundos desconocidos o a nuevos placeres. Bendiciones del arte que nos acercan al silencio. Y se sabe que la última palabra de un verdadero gurú es el silencio, esa palabra muda del espacio que es la forma extrema de brevedad eterna.

V

Aforismos, albures y greguerías; parábolas, epitafios y calambures; sentencias, reglas y códigos; fórmulas, instrucciones y teoremas; proverbios, koans y apotegmas; playlist, recetas y listas; tarjetas, telegramas y graffitis.

Hay miles de formas breves con las cuales hemos logrado la eficiencia del mensaje, hemos evitado la dilapidación de palabras, hemos glorificado el humorismo, destilado el conocimiento, defendido la colectividad, organizado la complejidad, cantado la poesía.

Empero, hoy la brevedad no es una elección de elegancia, sabiduría o pudor, más bien es una necesidad decretada por la inundación de datos informativos, por la reducción del tiempo psicológico a tiempo real, es decir, a una instantaneidad constante, generadora de ansiedades y neurosis que nuestros tiempos consideran simplemente como “actitudes” o “predisposiciones”.

VI

En sus Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino advirtió que en tiempos siempre más congestionados, la literatura había que apostar por la “máxima concentración de la poesía y el pensamiento”. La sensación es que algo llegó antes de la literatura y llenó la escena con eslóganes persuasivos y apodícticos como just do it, think different o yes, we can.

Esta atomización del discurso social es hija y al mismo tiempo generadora de la bulimia de datos. Necesitamos comer incesantemente botanas informativas, visuales y emocionales. Los tentempiés mediáticos tienen que ser pequeños, bien cocidos, digeribles y baratos.

Música, televisión, juegos, noticias se tienen que conformar con ese estilo. El estilo de internet, donde brincando sin dirección de una curiosidad a otra le echamos un vistazo a los e-mails, a los títulos de los periódicos, al horóscopo del día, al video en YouTube, al mensajito en Facebook, a los símbolos en Skype. Tenía razón Stanislaw Jerzy Lec: “El hombre nace, vive y muere en el espacio de una frase.”

VII

La realidad es lenta, flemática y demasiado voluminosa. Preferimos las sinopsis de las emociones, las recopilaciones de los sentimientos, el inventario de la complejidad, el resumen de la verdad.

Nos ayuda internet, un distribuidor automático de distracciones de masa y también de increíbles oportunidades. Sin embargo, el orificio de donde salen todos sus productos es angostito y a lo mejor nuestros cerebros se están conformando con ese tamaño. ¿Nos estamos acostumbrando a vivir adentro de las dimensiones de las mercancías?

Fragmentación o síntesis, mundo superficial o condensado, lo cierto es que vivimos la época de la miniaturización, no solamente tecnológica sino también de la experiencia.

VIII

Siempre hemos necesitado sintetizar al mundo –en un mapa o una religión– y reducirlo –con el individualismo o la indiferencia. Hoy ya no es necesario, porque lo hemos doblado bien para traerlo en el bolsillo. No tiene aroma, sus colores son pálidos y, por ser wireless, hay que cargarlo muy a menudo. Pero es más fácil, eso sí, porque los pensamientos largos o profundos ya nos dan dolor de cabeza.

Consumimos esquirlas de muchos productos sin tener la experiencia integral de uno solo. Vivir de suplementos dietéticos sin comida real no es sano. Cualquier nutricionista serio nos dirá que las tabletas de vitaminas no pueden reemplazar completamente a la fruta. Deberíamos reflexionar sobre eso cuando nos sentimos satisfechos con los trozos de realidad adulterada que consumimos en el bufet libre de la modernidad.

En fin, ¿de dónde viene esa atracción fatal hacia la condensación? Breve y rápido quiere decir ligero, y ligero quiere decir transportable. Esa es la razón de la brevedad postmoderna. Queremos empacar y mover el mundo. Queremos procurarnos y saborear en cualquier lugar las emociones, las especulaciones y las querencias que necesitamos. Para transportarlas, hemos desmigajado al mundo y quizá también a nosotros mismos. Sin que nos hayamos dado cuenta, tal vez la duradera época del hombre sedentario ya se acabó para dejar espacio a un nuevo nomadismo solitario. Total, tenemos contactos. ¡Omg! ¡Lol!

De La Jornada Semanal, 27mar11

If...

sábado, 26 de marzo de 2011

La prohibición de la corrida, un paso hacia la civilización

Viernes 06 de agosto 2010.

Al votar la prohibición de las corridas, los parlamentarios catalanes han detonado un debate de magnitud nacional en España. Los defensores de la corrida buscan hacer valer dos argumentos: la tauromaquia es una tradición cultural, y sería, además, un arte. Pero matar no es un arte, y la tortura no es cultura.

Juzguemos por nosotros mismos pasando lista de sus distintas etapas.*

Primero se "prepara" al toro. Estando vivo, se le recortan los cuernos con una sierra, lo que es igual de doloroso que si a uno le aserraran un diente sin anestesia. Se vuelve a dar forma a las puntas puliéndolas o untándoles resina. Al modificar el largo de los cuernos, se logra que la cornada o cabezazo del animal pierda su precisión y erre su objetivo. El toro después es transportado, a veces hasta durante 20 horas en un contenedor estrecho sin agua ni alimento, lo que lo debilita y deshidrata. Sucede que a veces muere. Antes de una corrida, no se titubea en administrarle tranquilizantes y en inyectarle vaselina en los ojos, se le ensartan agujas en los testículos y cuñas de madera entre las pesuñas; se le golpea en el espinazo y los riñones, cuidando no dejarle marcas.

Después, viene la corrida en sí. Los picadores a caballo clavan profundamente sus lanzas en el cuerpo del toro para cortarle los músculos del cuello y los ligamentos de la nuca y así evitar que levante la cabeza y dé cornadas de arriba a abajo. El procedimiento se repite media docena de veces. Las arterias intercostales son frecuentemente cortadas. Se busca debilitar al animal haciéndole perder la mitad del volumen sanguíneo, es decir unos 7 litros.Simultáneamente, se le incita a correr y cansarse lo más posible. Lo vemos entonces abrir la boca por la falta de oxigeno.

Y ahora se ensartan las banderillas. Filosas como hojas de afeitar y terminadas en un arpón, se plantan en el lomo del toro para vaciar su sangre y evitar que muera muy pronto de una hemorragia interna ocasionada por el trabajo del picador.

El matador entonces entierra una espada de 85 cm en la cruz del animal exhausto. Frecuentemente la hoja provoca una hemorragia interna o bien desgarra un pulmón. En este último caso, el toro vomita su sangre y muere asfixiado. Si no es así, el matador repite el procedimiento. Utiliza una pequeña espada que clava entre los dos cuernos del animal, lacerando su cerebro. Ejecuta al toro con un puñal que entierra en repetidas ocasiones en su nuca y le secciona la medula espinal. Pero el toro es robusto y una vez de cada tres, todavía está vivo cuando el tiro de mulas lo arrastra fuera de la plaza.

Esto por el arte. Esto por la cultura.

Hace algunos años, el director de las plazas de Nîmes afirmaba del toro:

"En la plaza, nada demuestra que sufra."

Esto por la buena fe.

El filósofo Francis Wolff declaró que "la corrida es portadora de una ética coherente y respetuosa de los toros" y que su prohibición constituía "no solamente una gran pérdida cultural y estética, sino también una perdida moral."**

Esto por la moral.

Según Alain Renaut, otro filósofo, la corrida representaría la sumisión de la naturaleza bruta (es decir de la violencia) al libre albedrío humano, una victoria de la libertad sobre la naturaleza.

¿Qué libertad? ¿La de matar?

El torero Vicente Barrera declaraba recientemente sobre la tauromaquia:" Si el Estado español reconoce que es un arte, su prohibición sería tan absurda como la de una pintura que ciertas personas no apreciaran ".

¿Bastaría declarar que una actividad es un "arte" para asfixiar toda objeción de orden moral, e ignorar la prohibición de hacer sufrir voluntariamente un ser vivo que no ha cometido el menor crimen? Si tal es el caso, un francotirador y un maestro de la Inquisición del Medievo serían grandes artistas, al juzgarse su dominio del arte de matar y torturar.

Los aficionados anunciaron que si una corrida era prohibida en toda España, presentarían su queja por afectar su derecho de trabajar, derecho fundamental inscrito en la constitución española. Todavía habría que asegurar que este trabajo no afecta a otros. Si no, un asesino profesional, que vive de su trabajo, podría justificar este mismo derecho.

Esta celebración de la dominación del hombre sobre la naturaleza, la voluntad de presentar la tauromaquia como un arte, las consideraciones económicas asociadas a ésto, la reivindicación de una tradición, sólo son argumentos aparentes, no fundamentados en la razón y que se burlan de los valores humanos fundamentales. Sólo la ignorancia del sufrimiento infligido y la cínica arrogancia de ciertos hombres pueden conducir a otorgarse el derecho de disponer de la vida de otros seres vivos para comer, enriquecerse, entretenerse, como deporte, para divertirse, todo con el arte y en nombre de la tradición. Pero este arte es el de la crueldad y la tradición, su perpetuación.

"Ahí donde corre la sangre, el arte es imposible", escribía el gran pintor Eugène Delacroix.***

¿Cuándo la prohibición en Francia y en toda España? Eso mostraría que no se trata de manipulaciones políticas, pero simplemente de humanidad.

* La explicación detallada puede encontrarse en la excelente publicación de Jean-Baptiste Jeangène Vilmer, Ethique animale, PUF, 2008.
** Coloquio sobre la Ética y la estética de la corrida, ENS, 16-17 diciembre, 2005.
*** Cita por Elisabeth de Fontenay, en "Sobre el derecho de martirizar y matar públicamente un animal", Revista Semestral de Derecho Animal - RSDA 2/2009

Fuente: Publicado por Le Figaro, 4 de Agosto 2010, bajo el título: TRIBUNE - "Matthieu Ricard, el monje budista intérpete francés del Dalaï- Lama, en el debate sobre la tauromaquia".

Traducción de Carine Caudemont

Herzog en Guadalajara: forzar candados

Luis Buñuel, director de Los Olvidados, y Juan Rulfo, escritor de Pedro Páramo, deben ser vistos y leídos por quien quiera hacer cine, aconsejó el alemán Werner Herzog , en el marco del festival de cine que se desarrolla en esta ciudad.

En una plática magistral ante decenas de jóvenes, el director de Aguirre, la ira de Dios, también aconsejó ser subersivo y si es necesario falsificar documentos, con tal de hacer la película que se desee.

“Luis Buñuel siempre me ha gustado y creo que si quieren hacer películas, deben ver lo que él hizo, lo que hicieron los grandes maestros. Y deben leer poesía, si quieren escribir, deben leerla, eso me permite hacer un guión. Juan Rulfo tiene una visión única, los personajes que narra son poderosos. Hay que leerlo para saber cómo desarrollar personajes, lo leo antes de calentar motores para escribir”, explicó Werner Herzog.

Todo, con tal de filmar

Más adelante, ante la sorpresa de los presentes, y luego de pedir que las preguntas se le hicieran en español, el alemán de 68 años de edad recordó que la película Fitzcarraldo (1982) la logró rodar falsificando firmas gubernamentales en Sudamerica.

“Tenía una escena con armas y no podía hacerla si no había firmas de por medio. Entonces dije que iba a ir por ellas y cuando regresé traía hojas con las firmas, que realmente había hecho y firmado yo, y fue entonces que pude filmar”, detalló.

“Es útil ir a la escuela, pero también lo es aprender a forzar candados”, agregó Herzog.

Después comentó que ahora con 3 mil dólares puede hacerse una película. “Así que ya no hay excusas para no hacerlas”, subrayó.

El momento efusivo de la plática fue cuando le contestó a un niño que jamás debían abandonar sus sueños por nada en el mundo.

“Mantente valiente, toma tus iniciativas y jamás tengas miedo”, refirió el director.

Herzog arribó ayer a esta ciudad donde se le rendirá un homenaje por su trayectoria, en donde se incluirá una selección de su trabajo cinematográfico, entre ellas La cueva de los sueños olvidados, su más reciente trabajo, el cual fue realizado en tercera dimensión. “No fue moda hacerlo así, sino que era la manera de que los detalles se vieran y que ayudaban mucho a la narrativa”, expresó.

Para dicha película el cineasta logró accesar a las cuevas de Chauvet, en Francia, donde existe la muestra pictórica más antigua de la humanidad, que data de hace 30 mil años.

Pero quien crea que en algún momento la charla fue seria, basta decir que Herzog habló de Anna Nicole Smith, conejita de Playboy muerta en 2007, y considerada una de las mujeres más eróticas en su momento.

“Es el sueño vulgar colectivo, primero entra en la mente de los camioneros y después se inserta en la psique de la cultura general”, consideró el realizador alemán.

Con México y Los Simpson

Herzog reveló que hace dos semanas prestó su voz para un episodio de la exitosa serie Los Simpson, en donde sólo las grandes luminarias como Paul McCartney han aparecido.

“Ahí estaba con mi voz, Los Simpson son favoritos”, contó.

Y no dejó de mencionar un proyecto que tiene desde hace tiempo sobre la Conquista de México, para el cual ha leído la crónica hecha por Bernal Díaz del Castillo.

“Pero es un proyecto muy caro, si en Estados Unidos me dieran 200 millones de dólares y en el resto del mundo, 300 millones, entonces sí la haría, pero ya”, señaló.

Nota de El Universal

viernes, 25 de marzo de 2011

martes, 22 de marzo de 2011

El fulgor


Victoria - Sonido Fulgor:

http://www.reverbnation.com/sonidofulgor o dale click al reproductor aquí, ahí >>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>> -->





Victoria by El Fulgor

sábado, 19 de marzo de 2011

martes, 15 de marzo de 2011

Más poemas de Keats

A una urna griega

Tú, todavía virgen esposa de la calma,
criatura nutrida de silencio y de tiempo,
narradora del bosque que nos cuentas
una florida historia más suave que estos versos.
En el foliado friso ¿qué leyenda te ronda
de dioses o mortales, o de ambos quizá,
que en el Tempe se ven o en los valles de Arcadia?
¿Qué deidades son ésas, o qué hombres? ¿Qué doncellas rebeldes?
¿Qué rapto delirante? ¿Y esa loca carrera? ¿Quién lucha por huir?
¿Qué son esas zampoñas, qué esos tamboriles, ese salvaje frenesí?

Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas;
sonad por eso, tiernas zampoñas,
no para los sentidos, sino más exquisitas,
tocad para el espíritu canciones silenciosas.
Bello doncel, debajo de los árboles tu canto
ya no puedes cesar, como no pueden ellos deshojarse.
Osado amante, nunca, nunca podrás besarla
aunque casi la alcances, mas no te desesperes:
marchitarse no puede aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre bella!

¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!
Y tú, dichoso músico, que infatigable
modulas incesantes tus cantos siempre nuevos.
¡Dichoso amor! ¡Dichoso amor, aun más dichoso!
Por siempre ardiente y jamás saciado,
anhelante por siempre y para siempre joven;
cuán superior a la pasión del hombre
que en pena deja el corazón hastiado,
la garganta y la frente abrasadas de ardores.

¿Éstos, quiénes serán que al sacrificio acuden?
¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante,
llevas esa ternera que hacia los cielos muge,
los suaves flancos cubiertos de guirnaldas?
¿Qué pequeña ciudad a la vera del río o de la mar,
alzada en la montaña su clama ciudadela
vacía está de gentes esta sacra mañana?
Oh diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado podrá nunca volver.

¡Ática imagen! ¡Bella actitud, marmórea estirpe
de hombres y de doncellas cincelada,
con ramas de floresta y pisoteadas hierbas!
¡Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede
como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral!
Cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:
«La belleza es verdad y la verdad belleza»... Nada más
se sabe en esta tierra y no más hace falta.

Versión de Julio Cortázar

sábado, 12 de marzo de 2011

Basic Goodness and Harmony. Boulder, July 1978. Talk Four of Visual Dharma Seminar. Chögyam Trungpa

:)

:)

Yo soy una novela. Jorge Volpi


Yo soy una novela
Jorge Volpi 

Reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí. Jorge Volpi demuestra en este ensayo que la ficción desata procesos cerebrales que nos entrenan para enfrentar la vida


En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadunidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, éstas no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña —y, como habrá de verse más adelante, a fin de cuentas tampoco importa demasiado. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta tesis. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa.

novelaSólo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no sólo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo era tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.


Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra —en el fondo más indiferente que escéptica—, resulta casi blasfemo: sólo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atreverían a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy son mayoría quienes piensan que sus obras —otro concepto rimbombante— son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida con ello. 


Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y, más aún, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto menosprecio hacia el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración divina o, en nuestra época, del talento o el trabajo, se pierden el bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea.)


Que el arte exista en todas partes —las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares— debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la escritura. Porque, como habremos de ver más adelante, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros, y a conocernos a nosotros mismos, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos autoconscientes. 


En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante camino que nos transformó en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a sí mismos. El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte.


Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don inapreciable, de toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer de forma tardía en nuestra especie. Si ello fuera cierto, deberíamos aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad, sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el Homo sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Su suma nos han convertido en lo que somos: organismos autoconscientes, bucles animados. 


Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el tiempo, a todas horas, no sólo percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros —no sólo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí. 


No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos —al amparo de deformes cabezotas, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto—, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido frente a las amenazas externas. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez tengas razón cuando te refieres a las sutilezas de lo humano —nuestra civilización es demasiado reciente—, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)


Más tarde, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una manera que ninguna otra especie ha alcanzado con la misma intensidad, de pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de controlador de vuelo, de capitán de barco. 


Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro —“sorprendente hipótesis”, tan previsible como escalofriante—, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, con sus humeantes planetas y sus esquivos satélites, con su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro —aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye, irremediablemente, a los demás. A mis semejantes —a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos— y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.)


¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O, expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí, la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o menos clara —pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo. 


El escenario resulta inquietante y sin embargo, conforme uno medita sobre sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que Yo no existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos —y que, en el mejor de los casos, está levemente emparentada con la Realidad— es la realidad de nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera con esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante. 


La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos. El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que nos impide estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera. 


El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es —ya lo suponíamos— una ficción. Una ficción sui géneris, matizada por una ficción secundaria —la idea de que la Realidad es real—, pero una ficción al fin y al cabo


No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis lectores, mis hermanos, sólo son invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis libros —un tema recurrente en tantas novelas y películas—, y que acaso yo estoy loco o que sólo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria.
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Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de darle vida por medio de palabras —de ideas, con las que a fin de cuentas todos hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la misma materia de los sueños, siempre y cuando no olvidemos que los sueños también están hechos de retazos —a veces significativos, a veces inconexos— de ideas. 


El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por supuesto, la literatura —los diversos soportes de la ficción—, son todos simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas manifestaciones, el creador y el espectador no sólo invierten largas horas de esfuerzo —aun la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante—, sino que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son. 


¿Don Quijote y Pedro Páramo, Ham-let y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi existen sólo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el sueño, para impedir que —pobres de nosotros— nos vayamos a aburrir? Sonaría inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos en una actividad que sirve nada más que para colmar las horas muertas. 


Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real. 


Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la agonía de un rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales. 


La evolución convirtió a nuestro cerebro en una máquina de futuro y éste reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos, igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma intensidad que en la vida diaria —y a veces más. 


Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los humanos —al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines—, originada en un tipo especial de neuronas, las ya célebres “neuronas espejo”, localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del cerebro. 


Desde allí estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo no sólo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.)



Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no sólo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás. 


Repito: no leemos una novela o asistimos a una sala de cine o una función de teatro o nos abismamos en un video-juego sólo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni sólo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. “Madame Bovary, c’est moi”, afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores.


Vivir otras vidas no es sólo un juego —aunque sea primordialmente un juego—, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanista placer estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello —un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta su desgaste—, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Así como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse —y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos—, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos. 


Si en verdad sólo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que sólo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo, ese incómodo testigo que al presenciar los hechos nos separa de ellos, es, ya lo apunté, la más compleja y la más frágil. Porque el yo siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean éstos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos “símbolos mentales” obsesionados con relacionarnos con otros “símbolos mentales”. (Sé, amada mía, que no te toleras que te llame “símbolo mental”, pero, desde esta perspectiva, decirte por tu nombre sería un encubrimiento.)


Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción —y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia—, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas —más aptas— sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo incrustadas en nuestra mente, como si fuesen las secuelas de una enfermedad viral o de una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura de otras novelas. 


Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que no has vuelto a ver y sin embargo cambió tu vida para siempre?) 


Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social relevante —la literatura es una porción esencial de nuestra memoria compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes para asentar nuestra idea de humanidad. 


Frente a las diferencias que nos separan —del color de la piel al lugar de nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas—, la literatura siempre anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría, cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera. 



Nuestro tiempo desconfía, creo que con razón, del papel social de la literatura: baste recordar los estragos provocados por el compromiso político, el realismo socialista o el frenesí revolucionario. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. En cambio, en su expresión más amplia, más libre, la ficción nos permite ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no sólo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran. 


No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres: nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Hanuman, Emma Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena, siempre y cuando sus actos nos permitan deducir en su interior algo similar a una conciencia.


No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas —y quien no persigue las distintas variedades de la ficción— tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano. 


Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos cuentos y novelas no sólo porque no podemos dejar de hacerlo, no sólo porque nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho quienes somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.) 


Si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza —y en especial la naturaleza humana—, es porque la ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos ni para embelesarnos —la literatura nos hace humanos. 


Jorge Volpi. Escritor y ensayista. Es autor de: El insomnio de BolívarOscuro bosque oscuro y No será la Tierra, entre otros.

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