jueves, 10 de julio de 2008
trópico de capricornio
Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, aun en pleno caos. Desde el principio nunca fue sino caos: el fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, la disputa y la discordia. En todo veía yo en seguida el extremo opuesto, la contradicción y, entre lo real y lo irreal, la ironía y la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Aun de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme, porque luchar no tenía sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni substraer nada. Todos los que me rodeaban eran fracasados o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por piedad. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el mero espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil querer cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que, sin un cambio del corazón, nada cambiaría, ¿Y quien podía cambiar el corazón de los hombres? de vez en cuando un amigo se convertía: algo que me hacía vomitar. Yo tenía tan poca necesidad de Dios como Él de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría en su encuentro, y le escupiría en la cara.
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