No soy editor pero, como muchos intelectuales académicos comprometidos con un campo de estudios específico, en mi caso el de los estudios relacionados con el ámbito general del pensamiento en castellano, he sentido la necesidad de lanzar iniciativas editoriales para promover ciertas corrientes, para alentar ciertos estilos de trabajo o para darle mayor visibilidad pública a modos de pensamiento que permanecían en relativa oscuridad debido a falta de canales adecuados de diseminación. Benjamín Mayer me pide unas reflexiones relacionadas con lo hecho ya, pero fundamentalmente con lo que me parece podría hacerse en los próximos años. Ahora trazaré cierto contexto y haré algunas propuestas para discutir en este foro y durante la discusión misma algunas ideas podrán perfilarse de forma más incisiva o precisa.
Para mí el contexto es la impresión sostenida y acuciante de que, a pesar de todas las excepciones visibles o no visibles, a pesar de todo el trabajo hecho y en trances de hacerse, el campo general del pensamiento en español en su dimensión teórica, crítica o propiamente filosófica no ha conseguido todavía desarrollo suficiente. Afirmaciones como esta son, en algún sentido general, siempre verdaderas o, desde un punto de vista alternativo, siempre falsas. Por lo tanto pueden ser acusadas de meramente tautológicas: sólo dicen lo que dicen y así no dicen nada. Claro, todo depende de lo que uno entienda por “suficiente”. Pero yo hago esa afirmación en un sentido específico: el pensamiento en español no ha cumplido todavía la promesa que encierra y que empezó a pronunciarse hace ya dos generaciones.
Yo inicié mi carrera estudiando filosofía y continué con estudios de literatura y de historia intelectual hispánica porque me di cuenta en algún momento de que no me atraía particularmente convertirme en un productor de textos secundarios, glosas más o menos eficientes de formas de pensamiento insertas orgánicamente en otras tradiciones intelectuales. Sería mejor, me parecía, intentar algo así como pensamiento original. Dónde tratar de buscar su posibilidad misma si no en la historia de la lengua en la que uno se ha formado. Había que empezar por estudiar el archivo que, desde alguna concepción no tanto romántica como pragmática, era ineludiblemente mío. Había impaciencia, desencanto e incluso un cierto aburrimiento cuyo carácter, si es que iba a dejarle que definiera mi vida, me parecía monstruoso. Todo eso tenía que funcionar como acicate. Las cosas no estaban bien, no para mí. Tenía un problema. Leía y leía. Me pareció en aquel momento, a contrapelo de lo que iba aprendiendo, que era necesario intentar algo que resultaría difícil: romper el ensayismo diletante y siempre insatisfactorio de los preservadores de las diversas tradiciones hispánicas, que, además de resultar insatisfactorios al nivel más básico, siempre resultan miméticos o derivados o reactivos con respecto de otras tradiciones que la modernidad —quizá por razones ideológicas— había representado como más fuertes y, para ser justos y ateniéndome al detector de aburrimiento, lo eran. Ninguna medida de corrección política o de respeto por la autonomía relativa de todas las tradiciones culturales, de todas las lenguas, podía en última instancia disimular la impresión de que, digamos, Martin Heidegger era un pensador más riguroso o de mayor alcance que José Ortega y Gasset, o que Gilles Deleuze y Jacques Derrida estaban publicando libros más urgentes e interesantes que los que simultáneamente publicaban Eugenio Trías o Fernando Savater, que hacían lo que podían. En la medida de mis posibilidades, mi idea era estudiar todo lo posible y romperme la cabeza para que, de alguna manera, en algún momento, mi propio trabajo pudiera tener el rigor y el espesor crítico y creativo de los escritores que como estudiante de filosofía yo admiraba y continúo admirando. No sólo, por cierto, Deleuze o Derrida o Arendt o Irigaray o Foucault o Lacan, no sólo Heidegger, que me quedaban grandes y solo podían servir como referencia, sino tantos otros quizá no tan decisivos pero que en virtud de su inserción en unas tradiciones que a mí me parecían, desde el punto de vista filosófico, más libres e imaginativas que las nuestras —me refiero a las determinadas o envueltas por nuestra lengua, aunque sabemos bien que no es la lengua la responsable, sino la historia— me resultaban más capaces de llevar adelante una vocación de pensamiento que no estuviera simultáneamente desinflada, que no fuera derivativa y voluntarista y fallida. Es posible que yo estuviera ya en el error en aquel momento, quién sabe. En todo caso, fue un error constitutivo.
Si era la historia la responsable de la relativa miseria de la producción crítica y filosófica en castellano, quizá la historia podría alterarse. Es difícil alterar el pasado, así que quedaba el presente y el futuro, si se me permite ser convencional para ir más rápido. Yo era estudiante. Una posibilidad que pronto aprendí a descartar era la ilusa de que me sería perfectamente posible retirarme a alguna montaña y allí, entre libros y conejos, desarrollar un estilo. El trabajo que estaba por delante, de forma inmediata, al menos para mí, tenía que ser institucional. Había que crear, con paciencia, las condiciones para que en el campo institucional de estudios, en la universidad, pudieran darse estímulos capaces de promocionar pensamiento libre y riguroso. No para mí, para otros: quizás esta fuera una forma prematura de autoexculpación, no lo niego. No hablo de logros, sino de intenciones. Era una tarea generacional y alcanzaba a todos —nadie podría hacer progresos reales individualmente. Si esto pudiera lograrse, habría que dedicarle la vida entera y hacerlo mediante formas de compromiso colectivo. Nadie piensa en el vacío —las formas de discurso se refuerzan mutuamente y sólo en el diálogo el avance es posible. Había mucho trabajo previo por hacer, pero no había otra tarea mejor —hablar con gente, formar otros estudiantes, releer la tradición, abrirla a la crítica desde otras posiciones de pensamiento más fuerte, recoger lo más vivo de lo que se estaba haciendo en otros idiomas para que ese trabajo se convirtiera en genuina inspiración. Se trataba de usar la dignidad heredada del espacio universitario transnacional para ponerla al servicio de un proceso histórico de transformación de las condiciones de discursividad que habían parecido regir los destinos del español como lengua de producción teórica en el siglo veinte. Claro, todo esto tendría que partir de una receptividad extrema de nuestro propio archivo, en toda su complejidad y heterogeneidad interna, no sólo del archivo filosófico y teórico, también del histórico, del político y del social.
Sí, todo esto me desbordada, a mí y a todos los demás. En la medida en que yo percibía que, con todas mis limitaciones de experiencia y conocimiento, no había maestros reales. No en nuestro mundo. Nuestra generación podía sin duda aprender de generaciones previas y de individuos concretos cuyo trabajo podía ser catalogado como admirable o catastrófico. Pero la constatación de una ruptura generacional era clara: nos costaba, a pesar de todo, aprender de nuestros profesores, que no eran nuestros referentes reales, y había un deseo nuevo, un deseo de algo nuevo, que sigo considerando genuino. Dentro de mi mundo, que se había desplazado por entonces a los departamentos de español en universidades norteamericanas, había gente joven, de mi generación, de muchos países del ámbito del idioma, o bien comprometidos con él, que, quizás por primera vez —dejando aparte excepciones históricas conocidas y quizá un número mucho mayor de excepciones no conocidas, borradas, nuestros verdaderos antepasados— estaba dispuesta a salir de su propio ghetto, a abandonar la cansina reproducción de los tópicos dominantes de las tradiciones críticas y autorreferenciales en nuestra lengua, a romper el agobio de los disciplinamientos en algunas ocasiones académicos, en otras sólo supuestamente académicos, que, más allá de nuestros mismos profesores, la inercia institucional quería imponernos y atreverse a otra cosa. No se trataba de seguir siendo infinitos glosadores de la novela contemporánea sin rechistar, como sin duda los escritores deseaban que hiciéramos —los mismos que pensaban que nosotros, criaturas académicas, no teníamos más consistencia que la de ser sus acólitos y monaguillos, escritores frustrados que habíamos resultado ser. Pero en esos departamentos de estudios hispánicos uno o glosaba a escritores o escritoras vivas y vivos, o glosaba a escritores y escritoras muertas. No había mayor opción. Todavía eran departamentos muy inmersos en un tipo de reproducción del saber —filológico, representacional, estético, en el mejor de los casos historiográfico— que seguirá siendo útil y necesario, pero que no podía marcar el camino que yo y mi pequeño grupo de amigos nos habíamos trazado. Tampoco el compromiso político, abrazado por muchos, era un sustituto real. Admirable como era, queríamos algo más que pudiera sostenernos también en el sentido de pensar nuevamente la política, habíamos sido ya testigos de demasiados desastres. Y, desde luego, queríamos legitimación: en la universidad, por ejemplo, que nuestros vecinos de francés, de estudios americanos, de literatura comparada se tragaran su extraordinaria arrogancia despreciativa con respecto de quiénes éramos y también de lo que queríamos hacer. Era obvio que preferían que estuviéramos calladitos en el ghetto en el que habíamos estado siempre, no había desde luego ni colaboración por su parte, ni siquiera buena fe. ¿Qué hace un profesor de español como tú ocupándose de Kant o de Weber? ¿No te basta García Márquez? Nos importaba poco. Había cosas más importantes que atender.
El panorama cambiaba también para ellos. Sus certezas disciplinarias habían sido sometidas a un cerco insistente por el postestructuralismo y lo que podríamos llamar una primera ola de interdisciplinariedad que nos llevaba a todos fuera nuestro campo de especialización a la necesidad de estudiar antropología, psicoanálisis, historia, economía política, cine, en suma, todo lo demás. El archivo disciplinario había saltado en pedazos y ya nadie podía leer sólo lo que sus manuales de bibliografía profesional listaban. El circuito del prestigio académico, en alas del impacto postsesentayochista del postestructuralismo francés había pasado a la producción teórica. En cierto sentido, y a pesar de todas las dificultades, era nuestra oportunidad. En literatura, por ejemplo —y quede claro que no es más que un ejemplo, podría extrapolarse a otras disciplinas, igual que la situación antes descrita en los departamentos de humanidades norteamericanos puede también transcribirse en términos de relaciones entre pensamiento en español y práctica supuestamente solo científica en los departamentos de ciencias sociales latinoamericanos y españoles—, podíamos conseguir una naturalización académica que ya no dependía más de las glorias relativas de Balzac o Dickens contra Pérez Galdós, que no dependía tampoco de la calidad citable de Jorge Luis Borges o de las enormes ventas, aunque ya muy decrecientes, de los héroes del boom, ni de la supuesta superioridad absoluta de la lírica francesa, que nos hacía morder el polvo a todos los no franceses, sino que dependía, en sentidos reales, de nuestra capacidad de absorber archivos múltiples y de darles carta de corso en nuestra actividad cotidiana, ya no definida exclusivamente por el canon hispánico. A ello nos entregamos.
La historia que seguiría es la historia de los últimos veinte años, pero no voy a contarla. Es la historia que pasa por la crisis de la teoría, la caída de la literatura como campo de reflexión crítica y el auge inmediato de estudios culturales, estudios de género, estudios postcoloniales y estudios subalternos… la situación que reina hoy y el papel que hayamos podido tener y dejar de tener en todos esos desarrollos los que continuamos comprometidos con la necesidad de normalización discursiva del español en producción teórica no mimética. Debo decir que, contrariamente a lo que puede suponerse, estos desarrollos, aunque en gran medida impulsados por las estructuras universitarias francesas, norteamericanas o británicas, no son simplemente desarrollos metropolitanos pues han tenido influencia masiva en otros ámbitos académicos. Lo que me interesa ahora, en virtud de la necesidad de discusión, es marcar mi opinión de que el momento presente en la discusión académica, desde el punto de vista de los estudios en español, constituye de hecho una regresión al momento en el que parecía que íbamos a poder atender la promesa, cumplirla o abrir el camino para que otros lo hicieran.
Los inconvenientes se derivan del carácter regresivo: ahí hay ya la constatación de un cierto fracaso. No hemos conseguido gran cosa, no hemos hecho mella alguna. El campo intelectual está dominado hoy, no sólo en humanidades, pues esto alcanza a varias de las ciencias sociales, por un culturalismo rampante, identitario de naturaleza y absolutamente deudor del único hilo temático que la tradición hispánica ha conseguido naturalizar en los últimos doscientos años. Es abiertamente antiteórico, insidiosamente hostil a la práctica teórica en cuanto supuestamente eurocéntrica. Es absolutamente representacional, en la medida en que la representación cultural (y culturalista-identitaria) agota su horizonte. Una y otra vez es posible constatar que, si bien los temas han cambiado y hoy poca gente está interesada en el estudio de, digamos, el símbolo y la alegoría en Octavio Paz o en la forma y el contenido de la novela de la Revolución mexicana, y se prefieren estudiar películas, graffiti, o testimonios, por dar ejemplos obvios, la modalidad narrativa dominante sigue siendo melodramática, que han perdido su fuerza innovadora y se han recluido en una respetabilidad incesante al nivel mismo del vocabulario. Cambian los perros pero el collar es el mismo, de la misma fábrica, con pocas variantes puestas al día. No era eso lo que buscábamos, eso era más bien lo que ya había, y contra ello hay que seguir luchando.
Las ventajas no pueden negarse. Hoy, como pude constatar en mi visita a 17, Instituto de Estudios Críticos hace poco más de un año, pero también en otros lugares y en mi propia práctica profesional cotidiana, hay una alternativa que hace veinte años apenas existía. El discurso teórico está ya naturalizado en español. Las referencias cruciales son en cierta medida ya parte integral (y no extracurricular) de lo que los jóvenes estudian. Hay numerosas revistas y numerosos blogs y foros de internet en los que se intenta hacer lo que los circuitos del poder académico en español no permiten en sus ámbitos. La posibilidad de pensamiento libre y riguroso, más allá de las restricciones históricas impuestas por una academia caída y por un mundo editorial dormido y perezoso, está ya en la calle. En suma, lo que quiero proponer no es que se trate de volver a empezar, ritmo hesicástico, como diría Lezama Lima, sino que este es el momento coyuntural adecuado para relanzar un proyecto generacional y global (es decir, transcontinental) de reflexión propiamente teórica en español, con la certeza de que esta vez los logros serán generacionalmente incontrovertibles y vencedores. Es cuestión de tiempo, pero no sin esfuerzo, pues del esfuerzo depende la victoria. No se trata en esta victoria de destruir a ningún enemigo, sino más bien de lograr espacio para respirar, que es el espacio de la libertad real.
Voy a dejarlo aquí, pero no quiero dejar de mencionar la importancia absoluta de lo que fue mencionado solo de pasada arriba, y eso es la politicidad de todo pensamiento. El pensamiento teórico-crítico que está prometido para nuestra lengua es también pensamiento político, como no podía ser de otra manera. Excepto que es quizá tiempo de pensar la política no melodramáticamente, que es lo que a las generaciones que nos anteceden no parece haberles sido posible. Lo que está en juego es el desarrollo amplio de un proyecto de pensamiento teórico-político a partir de lo que quiero llamar el intelecto general republicano: democracia política común, y lógica de la libertad contra lógica de la dominación. Esto no está confinado a las tradiciones españolas o latinoamericanas (o indígenas, en el ámbito del imperio y del postimperio hispánico), sino que intenta pensar lo hispánico, entre otras cosas, en el marco de una historia global. Lo decisivo es el carácter no identitario del pensamiento por venir: su registro marrano.
Alberto Moreiras
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