En mayo de 1993, Dylan daría comienzo a unas sesiones de grabación en el garaje de su hogar de Malibú. Grabado en solitario en apenas unos días, un total de catorce canciones fueron registradas, de las cuales 10 fueron elegidas para éste su álbum número 29. Marcada por la distorsión, la calidad del sonido era bastante primitiva en comparación al estereotipo de música moderna de ese entonces, con apenas tres micrófonos situados aleatoriamente, la mezcla de las canciones se llevó a cabo en cassettes por el propio Dylan, insistiendo en que tales no habrían de modificarse posteriormente. De este modo Dylan buscaba desprenderse de su cualidad de superestrella que durante la década de los ochenta había mermado su creatividad e independencia artística, asunto que logró, al recibir esta pieza, una alarmante mala respuesta por parte de la crítica como de los viejos fans enamorados del Dylan rockstar de la década anterior. El álbum apenas llegó al número 70 en las listas de popularidad. Pero una nueva generación, la generación que por entonces escuchaba a Cobain cambiar la eléctrica por la acústica, descubrió y acogió a Dylan, y la tradición musical que él representa; de nueva vez, en un mundo de voces modificadas por computadora, estudios de sonido que semejaban un laboratorio de la NASA, y la sobreproducción de la música electrónica de entonces, el folk de Dylan volvía a sonar contracultural.
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