Una prosa erótica
Nadia Contreras
Corro las cortinas hasta el tope de la oscuridad. Le temo a los voyeristas. Si los hay en las azoteas, cuando estoy bajo la regadera, cierro la ventana. No pienso en las heridas, no pienso en los jovencitos que huyen para encontrarse en un motel, no pienso en el tiempo inclinado contra nuestra edad. Todo lo que hago se resume en caricias. Caricias desde el primer día. Rodeados de amigos me alcanza su pie, me roza la pierna, la entrepierna… jugueteamos. “Nadie se da cuenta ¿o sí? Salgo de un matrimonio doloroso, intolerable. Tú más que nadie lo sabe.” Entonces escribo: “En el nombre de dios, de su hijo y mis desvelos, te pido que no me dejes sin caricias. Por este siglo y por el que vendrá, sin pausas, sin avisos divinos. No me dejes sin caricias ahora que eres vértigo en mi lengua y todas las cosas, las de este mundo y las del otro. Aunque el mar sea ola de rostros ajados y la arena el vientre de la madre que llegó tardía; aunque no vengan los hijos, no me dejes sin caricias. En nombre de dios, de su hijo y mis desvelos.” Vuelvo a su cuerpo. Las caricias, de pronto, nos han agitado y yo soy el centro del éxtasis. Palpo, huelo la piel sudorosa. El temblor es algo nuevo para mí.
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