Impaciente pensaba en las aguas de la tempestad que no se detienen, invariable mutando día a día, Kasmiz, experimentaba con todo lo posible, haciendo todo lo posible, agotando todas las puertas de la habitación donde había despertado, desde el inicio de los tiempos, antes incluso de la formación de su rostro, de la cual ninguna puerta aún lo había llevado a la salida; entraba en unas, profundamente, pero todas, aún las más extrañas y de las cuales él podía asegurar que era la última prueba, aún de aquellas que hablaban de arriesgar la propia vida, aún aquellas de las consciencias cósmicas, lo llevaban nuevamente a la habitación central donde un Sapo Pedorro pasaba como nube, para dibujar nuevas puertas en las paredes, de colores diferentes, circulares, oblicuas, con cucarachas, con serpientes violeta venenosas. Unas puertas estaban ahí y nunca había vuelto a abrirlas porque cuando lo hizo cayeron rayos y truenos y lluvia, que le provocó gripe y estados anímicos no deseados. El lugar era amplio pero no tanto. El lugar era inmenso pero pequeño. El lugar tiraba del techo a veces objetos que irrumpían su desesperación, calmándole el ánimo. Una vez, una máquina de escribir le fue dada a Kasmiz. Otra, un cisne en celo que no paró de gritar, quiero un gato! durante treinta semanas, mientras él, en delirio perpetuo, intentaba crear la resolución de un tubo de la cañería roto, con los pedazos de la máquina de escribir que habían aparecido después de un ataque de rabia y del cual, como resultado, la pobre tía de la salvación había muerto en las paredes llenas de caca.
Gloria eres de entre todas las puertas, suspiró un día que abrió una y que al instante no tuvo que hacer esfuerzo alguno ni pegar un grito de esos que huelen a muerte. Simplemente, un día, decidió abrir la puerta que mayor indiferencia le provocaba, aquella triste madera rechinaba cuando el viento glotón corría con las alas prestadas del tiempo, apresurado por querer llenarse de sí, egoísta azotaba aquella puerta que solita siempre se encontró, en la esquina de la habitación, donde días pasados habían peleado conejos contra ranas, degollando cangrejos en alianza mutua, después de percatarse de la trampa que habían hecho provocando la sanguinaria batalla imaginaria por intereses ilusorios que nunca existieron. Kasmiz dormía en aquel entonces entre trapos mágicos, sábanas que tenían tatuado la imagen del universo negro estrellado e infinito, y cuando él se envolvía apenas los grillos comenzaban su concierto, caía en un profundo callejón de ideas que se materializaban en ventanas, donde bien levantado y con la fuerza hasta su garganta, podía ver a través de ellas, jardines de mares, jardines donde cielos bien vestidos dejaban mostrar ángeles que conversaban de constelaciones a otras, y durante horas, diluyendo la consciencia de Kasmiz para que no se diera vuelta y así su sueño durara más, y entonces ellos pudieran bailar y besarse para parir más Lunas o Soles, de los cuales Kasmiz no estaría jamás enterado, porque él tan solo ahí, tan perdido, apenas si podía soportar su angustia y pensar, siempre pensar, en qué puerta seguiría para poder salirse algún día de aquel sitio. Esa era la cuadratura de Kasmiz. Qué le importaban los ángeles, qué le importaba la guerra de los renacuajos, qué le importaba la vela apagada junto al micrófono de cristal que colgaba de sus orejas, si aún, si aún persistía esa angustia, ese miedo constante, de sentir que ninguna puerta lo haría salir. Si la carne es una cárcel, el espíritu también. Así pensaba Kasmiz, recordando voces de maestros, voces de gallos que lo hacían despertar, que lo despertarían, en otro día normal, dándole al buen y hermoso Kasmiz, un poco de esperanza para caminar otra vez.
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