Alguna vez Chéjov sugirió a Gorki que se esforzara por cultivar una prosa sencilla. Proponía que si en el relato debía mencionar que "esa tarde llovía", pues lo mejor era decirlo sin rebuscamientos. Así de simple: "Esa tarde llovía." El mismo Gorki recordaba que el maestro valoraba en muy poco las frases librescas, las expresiones de moda y las baratijas de la pedantería. Chéjov en realidad cultivaba una sencillez astuta, filosa e incisiva como su bisturí, que al cabo era médico y capaz de llegar a las entrañas mismas del asunto sin inmutarse. Por eso entendió a fondo las contradicciones de Rusia, separada de Europa no tanto por los inconvenientes de la geografía, sino sobre todo por la incompatibilidad de su estructura feudal y una cada vez más numerosa clase obrera que abonó los sueños revolucionarios de Lenin, Martov y Plejánov. Pero Chéjov no cedió a la retórica exaltada de los agitadores. En su literatura prefirió el conocimiento a la emoción, la inspiración en la vida cotidiana a la épica de los revolucionarios que más tarde encontrarían en Shólojov a su profeta. Chéjov en cambio atisbó que el desencanto de la sociedad se revelaba mejor en las mezquindades y las opresiones de la vida diaria, en los espacios del ámbito familiar y de la institución. Ahí se manifestaban con claridad los conflictos internos, los extravíos de una sociedad sin rumbo, ayuna de valores, volcada hacia las frivolidades, cegada por el cinismo. Para auscultarla en sus llagas, Chéjov usó la ironía sutil, el reproche agrio que pasa casi inadvertido. Sin embargo, nunca perdió la fe en el pueblo ruso y en la posibilidad de un nuevo orden, más pleno, más humano. Su muerte prematura, apenas a los cuarenta y cuatro, le vedó la posibilidad de presenciar la Revolución de Octubre. No pudo conocer al Lenin triunfante, el mayor agitador de la humanidad desde San Pablo, ni pudo leer las más de veinte mil páginas escritas por Lenin, alguna vez con más ediciones que la Biblia. Chéjov escribió algo más de dos mil páginas, que hoy se atesoran lo mismo por su contribución al arte narrativo como por su aporte a la fundación de un nuevo teatro europeo, que rompió con los esquemas de Dumas hijo y de Ibsen. En cuanto a los relatos, varias generaciones de hispanohablantes tuvimos la suerte de conocer a Chéjov a través de las ediciones de Editorial Progreso de Moscú, con traducciones impecables de Ricardo San Vicente, A. Vidal, J. Vento y L. Cúper, acaso republicanos españoles refugiados en la desaparecida Unión Soviética o bien cubanos que desarrollaban acciones de cooperación cultural. En cuanto al teatro, y en un ámbito reducido a México, gracias, entre otras, a las producciones teatrales de la Universidad Nacional primero en la Casa del Lago, en el Arcos Caracol y luego en el Centro Cultural Universitario, el público mexicano ha tenido acceso regular al teatro de Chéjov, cuyos temas y ritmos nos generan una empatía particular.
Los cuentos de Chéjov, citados a menudo como ejemplos clásicos del género, denotan a un consumado lector de literatura francesa, como tal vez resultaba inevitable en la Europa del siglo xix, pero sobre todo a un conocedor de la literatura rusa. El capote, de Gogol, y La muerte de un funcionario, por ejemplo, apuntan a que ambos autores respondían al ámbito opresivo de la época zarista con recursos irónicos afines. Los cuentos de Chéjov poseen además ese particular sortilegio de la literatura rusa que provoca que muchos lectores frecuenten en exclusiva y durante largos periodos textos de Pushkin, Gogol, Goncharov, Turguéniev, Dostoievski, Tolstoi, Gorki et al. Cada cual sentirá una atracción específica por un determinado cuento de Chéjov, por un párrafo, por unas líneas memorables. Tolstoi, por ejemplo, se conmovió hasta las lágrimas cuando leyó "Alma de paloma", el relato de Oleñka, personaje de corazón simple y sueños desgarrados. Este relato nos apabulla no menos por la historia en sí que por el candor de su estilo que convierte al lector en testigo inmediato del desarrollo de la acción narrativa. El "Pabellón número 6", relato extenso o novela corta, expone de un tajo los tejidos enfermos de un segmento particular de la sociedad rusa y resume en un ejemplo perfecto la poética de Chéjov. La perspectiva de un médico difícilmente deja de ser diagnóstico, aunque Chéjov se cuida de extender recetas con teorías revolucionarias con dosis y horarios fijos. En "La dama del perrito", un encuentro casual –así sucede también en algunos textos de Turguéniev– constituye el nudo a partir del cual comienza a tejerse una historia de amor. El amor entre Dimitri y Anna, producto del azar, ha de programar cada encuentro con meticulosidad y guardar las apariencias a riesgo de caer lapidado por el código de conducta de una sociedad hipócrita. La contribución de Chéjov al teatro sin duda merece todo un comentario aparte. Baste consignar aquí que su teatro contribuye a renovar el arte dramático europeo con la propuesta de que la vida cotidiana –como luego lo desmenuzaría sistemáticamente Michel de Certeau– es la fuente de donde brotan con mayor nitidez los conflictos íntimos de los individuos, las pequeñas historias del entramado social. Con diálogos aparentemente banales, dilatados silencios y sobrentendidos cómplices, Chéjov puso a su auditorio como frente a un espejo en el que miraba sus conflictos en cada detalle sórdido, en el amor perdido sin remedio, en las inercias transformadas en mecanismos de defensa por temor e imposibilidad de escapar al agobio de una sociedad en descomposición. Estas innovaciones ya se hallan presentes en La gaviota y responden en parte a los planteamientos del "realismo sintético" de los comienzos de Stanislavski. A través de la trama de esta obra, dominada por las mezquindades y el culto a la superficialidad de un segmento social privilegiado, asoma, como un reclamo a las clases educadas, el rostro ominoso de la indiferencia. El tío Vania ilustra la fatalidad de destinos individuales atrapados en el sinsentido de una sociedad que persiste en sus inercias viciosas porque es incapaz de reinventarse. Para Chéjov, El jardín de los cerezos, en cuya puesta en escena también participó Stanislavski, era una simple farsa, una comedia, pero todo subraya ahí la trágica caída de la familia Ranveskaya. La escena final, con el ruido de las hachas derribando el cerezal que fue el orgullo de la familia en tiempos mejores, ofrece a los espectadores un panorama desolador originado en el talento financiero de Lopajin, un comerciante transformado en especulador de bienes raíces.
Críticos sociales como Chéjov, que nunca renuncian a la independencia de su pensamiento, fieles a su verdad –como Lu Xun en China–, son figuras incómodas e inasibles para los comisarios culturales interesados en ganar grandes nombres para la causa. Meyerhold, también innovador del teatro ruso y luego del soviético, terminó fusilado en 1942 por defender un criterio independiente. Gorki también enfrentó dificultades con el régimen soviético, al punto que en 1921 tuvo que abandonar la urss, si bien retornó en 1929 para morir pocos años después. Ahora, en el centenario del fallecimiento de Chéjov, se contempla un panorama distinto. Los comisarios del Partido que se entremetían en todo son cosa del pasado. El nuevo evangelio se refiere a los negocios. En Londres, una agencia de viajes para turistas con inclinaciones literarias ofrece un paseo de ocho días a Rusia para recorrer, por un poco más de dos mil libras, los espacios chejovianos. Los participantes, además de guía bilingüe, cuentan con un scholar que los acompaña a través de museos, teatros, casas y palacios en Moscú y Yalta, sitio este último donde Chéjov escribió por cierto El jardín de los cerezos.
Alejandro Pescador La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486 |
martes, 19 de abril de 2011
Chéjov: palabras cercanas a la vida
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