El negro de la noche ha sido sepultado temporalmente en las siluetas de los grandes árboles y en las sombras que, sin focos prendidos, recorren las casas de las mujeres y los hombres, que están por levantarse creyendo que saben lo que les depara. Algunas flores ya tienen signos de tibio color, pero más bien uno es el espía que no debería estar viéndolas. En lo bajo del cielo hay un blanco con amarillo que no es ni blanco ni amarillo: es la luz del ojo que nos mira. A mitad del cielo hay una estrella tan fina que estará bien ser borrada por la luz que es una muerte, no sólo una vida. Y en lo alto hay ese desierto celeste que no tiene fin.
La tierra la inauguran los olores. Los gallos persisten. Todo este amanecer es un imperio divino.
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