Cuernavaca, Morelos, 17 de marzo de 2012
Santísimo Padre, hermano en Cristo, Benedicto XVI:
Te hablo de tú, porque Cristo nos enseñó a hablarle al Padre y al hermano con ese tú tan familiar, tan íntimo como el del amor trinitario; con ese tú, que en el yo que habla, se convierte en el nosotros de la comunidad. Te hablo de tú, en nombre de ese nosotros, porque sabemos que vienes a México y que llegas en las proximidades de la Semana Santa, esa semana misteriosa y terrible donde el inocente de los inocentes padece la traición, el sufrimiento y la desesperación, esa semana en la que yo, hace un año y al igual que nuestro Padre, tuvo que padecer el doloroso asesinato de su hijo; esa semana en la que desde entonces como poeta e hijo de la Iglesia me uní a la voz de todos las madres, padres, hermanos, hermanas, hijos e hijas, que han padecido ese mismo dolor del Padre que la Iglesia entera volverá a sentir esta próxima Pascua.
Por eso, antes de tu llegada a México, he venido en nombre de ese nosotros hasta Roma para decirte, desde nuestro dolor de víctimas, que México vive en el sufrimiento de esa semana desde hace cinco años, un sufrimiento que se extiende por el continente americano como el cuerpo vilipendiado de Cristo. Tenemos, según cifras oficiales, 47 mil 551 asesinados de las formas más horribles y despiadadas –esto quiere decir más de los muertos en Irak en el mismo periodo y casi dos veces más del número de víctimas en Afganistán–, más de 20 mil desaparecidos de los cuales el gobierno no puede dar cuenta de su paradero, más de 250 mil desplazados y de migrantes centroamericanos viviendo en condiciones inhumanas –a los que día con día se agregan decenas de más muertos, de más desaparecidos y desplazados– y un 98% de impunidad. Esto quiere decir que si alguien asesina, secuestra o explota a alguien hay sólo el 3% de posibilidad –es decir, casi nada—de que se le atrape y se le castigue conforme a la ley.
México y Centroamérica, amado Benedicto, son en este momento el cuerpo de Cristo abandonado en el Huerto de Getsemaní y crucificado en medio de dos delincuentes. Un cuerpo, como el de Nuestro Señor, sobre el que ha caído toda la fuerza de la delincuencia, de las omisiones y graves corrupciones del Estado y sus gobiernos, de la prohibición del consumo de drogas en Estados Unidos, de su producción de armas que pasan ilegalmente a nuestro país para armar a los delincuentes, del lavado de dinero que deja cuantiosas sumas, de una Iglesia jerárquica que –con sus excepciones y su mejor rostro, los religiosos— guarda un silencio cómplice, y de un mundo –ese american way of life– que ha reducido todo a la producción, el consumo y el dinero, instrumentalizando a los seres humanos; un cuerpo, como el de nuestro Señor, herido, llagado, vilipendiado, humillado, criminalizado, mezclado con asesinos, vive en la inseguridad, la injusticia y el llanto; un cuerpo, que en los miles de rostros que hemos visto en nuestro largo peregrinar por la nación, reuniéndolos, consolándolos y visibilizándolos, en su angustia, en sus palabras de miedo, de coraje y de abandono, pregunta, como Cristo preguntó en Getsemaní y en el Gólgota: ¿Dónde está el Padre? ¿Dónde, después de la Resurrección, están los que representan su amor, los que afirman hablar en su nombre y responder al dolor de Cristo en su pueblo con esa misma esperanza?
Cuando llegues a México, amado Benedicto, y aunque sabemos que sabes de este horror, queremos recordarte que detrás del decorado mediático y político que como siempre te montarán para borrar el cuerpo de Cristo mientras los que dicen representar la palabra de Dios y los que dicen representar la palabra del pueblo lo mantienen secuestrado en el banquillo de los acusados, quienes realmente viene hacia ti son –te lo voy a decir con parte de los versos que María Rivera escribió para describir nuestro dolor– “los descabezados,/ los mancos,/ los descuartizados,/ a las que les partieron el coxis,/ a los que les aplastaron la cabeza,/ los pequeñitos que lloran/ entre paredes oscuras,/ […]/ los que duermen en edificios/ de tumbas clandestinas/ […]/ con los ojos vendados,/ atadas las manos, / baleados entre las sienes./ Vienen los que se perdieron por Tamaulipas, / cuñados, yernos, vecinos,/ la mujer que violaron entre todos antes de matarla,/ el hombre que intento evitarlo y recibió un balazo/ […]/ los muertos que enterraron en una fosa en Taxco,/ los muertos que encontraron en parajes alejados de Chihuahua,/ los muertos que encontraron esparcidos en parcelas de cultivo,/ los muertos que encontraron tirados en Guanajuato,/ los muertos que encontraron colgados en los puentes,/ los muertos que encontraron sin cabeza en terrenos ejidales,/ los muertos que encontraron a la orilla de la carretera,/ los muertos que encontraron en coches abandonados,/ los muertos que encontraron en San Fernando,/ las piernas, los brazos, las cabezas, los fémures de muertos/ disueltos en tambos/ […]”, los desaparecidos, a lo que a nadie importa; vienen también los huérfanos, las viudas, los que perdimos a nuestros hijos y carecemos de nombre, porque es antinatural; vienen los migrantes reducidos a lodo, secuestrados, asesinados y enterrados en fosas clandestinas; vienen los mil rostros del cuerpo ofendido, martirizado, destrozado, irreconocible, inconsolable y olvidado de Cristo.
En nombre de ellos, de ese nosotros, de ese cuerpo, he venido a Roma, Benedicto, para pedirte que en tu visita a México lo abraces, antes que a nadie, como el Padre abrazó el cuerpo adolorido y asesinado de Cristo, para que lo lleves en tus brazos y lo consueles; para que nos hagas sentir la respuesta de la resurrección frente a la muerte y el dolor que los criminales, un Estado fracturado y administrado por gobiernos y partidos corruptos y una Iglesia jerárquica que casi siempre responde por sus intereses políticos, nos han impuesto.
México y Centroamérica somos hoy el cuerpo de Cristo que el poder de la delincuencia, del Estado y de las omisiones de gran parte de nuestra jerarquía convirtió en maldición, ese cuerpo desdichado que en sus lágrimas de sangre busca, como Cristo en Getsemaní y en el Gólgota, la respuesta del Padre.
Si tú no la das, amado Benedicto, si tú no reconvienes a nuestra Iglesia para que, como la madre que debe ser, tome –como lo han hecho, contra el poder y sus intereses, quienes han tomado la causa del hombre, del Cristo vilipendiado, que es la causa de Dios– la esperanza en la comunión profunda de la resurrección quedará destrozada en el cuerpo humillado de Cristo que es hoy México, Centroamérica y todos aquellos que aguardan la respuesta del Padre al mal y la injusticia que nos destroza.
Queremos que, a través de ti, que representas el amor del Padre en Cristo, y no el poder del César, que hace componendas, te pedimos que nuestra Iglesia responda por el dolor del hijo y la ayudes a ser verdaderamente Madre: a responder en los actos, en la encarnación de la palabra, lo que algún día la Virgen dijo al más pobre de los pobres en el monte “Tepeyac” frente a su dolor y su humillación; “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”.
Recordamos, en este sentido, y para terminar, esas palabras que alguna vez escribiste en tu Jesús de Nazareth en relación con la parábola del Buen Samaritano: Esa parábola, escribiste, “nos da a entender que el agapé [el amor] traspasa todo tipo de orden político con su principio do ut des [“doy para que des”], superándolo y caracterizándolo de modo sobrenatural. Por principio no sólo va más allá de ese orden, sino que lo transforma al entenderlo en sentido inverso: los últimos serán los primeros (Mt. 19, 30). Y los humildes heredarán la tierra (Mt. 5, 5). Una cosa está clara: se manifiesta una nueva universalidad basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo aquel que me encuentro y que necesita mi ayuda”.
Ese que te encontrarás en México, amado Benedcito, es el cuerpo destrozado de Cristo que pide en sus víctimas la respuesta del Padre por encima del orden político y del desorden criminal.
Por todo el cuerpo del Cristo sufriente en México
Paz, Fuerza y Gozo
Javier Sicilia
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