Dos cuervos peleaban con malicia, enojados el uno con el otro; había furia en sus voces, ambos se hallaban en el suelo pero uno llevaba ventaja sobre el otro pues le estaba clavando su duro y negro pico. Fue inútil gritarles desde la ventana, y uno de ellos ya estaba a punto de morir. Un cuervo que pasaba interrumpió su vuelo y descendió súbitamente llamando, graznando con más estridencia que los que peleaban en el suelo; aterrizó junto a ambos batiendo contra ellos sus negras y lustrosas alas. En un segundo llegaron media docena de cuervos más, todos graznando furiosamente, y varios de ellos separaron con sus picos y alas a los dos que intentaban matarse. Ellos podían matar a otros pájaros, otras cosas, pero no debía haber asesinatos entre los de su propia clase; y ése había de ser el fin de la cuestión para todos. Los dos aún querían pelear pero los otros los disuadieron y pronto todos volaron y hubo quietud en el pequeño espacio abierto entre los árboles junto al río.
Era ya avanzada la tarde y el sol se hallaba tras de los árboles; el frío realmente riguroso había desaparecido y todos los pájaros estuvieron cantando el día entero, llamándose mutuamente y produciendo todos esos gratos sonidos que les son característicos. Los papagayos volaban enloquecidos aprestándose para la noche; era un poco temprano aún pero ya llegaban; el gran tamarindo podía albergar a una buena cantidad de ellos; tenían casi el color de las hojas, pero el verde de sus plumas era más intenso, más vivo; si uno observaba cuidadosamente podía apreciar la diferencia, y también distinguir los brillantes picos curvos que usaban para sujetarse y trepar; se veían más bien torpes entre las ramas, trasladándose de una a otra, pero en su movimiento eran la luz de los cielos; sus voces sonaban ásperas y agudas y su vuelo nunca era recto, pero su color era la primavera de la tierra.
Más temprano en la mañana, sobre una rama de ese árbol, dos pequeños búhos estuvieron asoleándose de cara al sol naciente; se hallaban tan inmóviles que era imposible advertirlos - eran del color de la rama, gris moteado - a menos que por casualidad uno los viera salir de su hueco en el tamarindo. El frío había sido muy agudo, cosa de lo más insólita, y esa mañana dos papamoscas de color verde-oro cayeron muertos por congelación; eran un macho y una hembra, debían haber formado una pareja; murieron en el mismo instante y aún estaban suaves al tacto. Eran realmente de color verde-oro con largos picos curvos; eran tan delicados, estaban tan extraordinariamente vivos todavía. El color es algo muy extraño; el color es divino, y el de esos dos pájaros era la gloria de la luz; el color permanecería aunque el mecanismo de la vida hubiera tocado a su fin. El color era más perdurable que el corazón: estaba más allá del tiempo y del dolor.
Pero el pensamiento jamás podrá resolver la agonía del dolor. Uno podrá razonar y razonar pero el dolor seguirá estando ahí después del largo y complicado viaje del pensamiento. El pensamiento nunca podrá resolver los problemas humanos; el pensamiento es mecánico y el dolor no lo es. El dolor es tan extraño como el amor, pero el dolor mantiene fuera al amor. Uno podrá disipar completamente al dolor, pero no es posible invitar al amor. El dolor es autocompasión con todas sus ansiedades, temores, culpas, pero todo esto no puede ser borrado por el pensamiento. El pensamiento engendra al pensador y entre ambos procrean al dolor. El fin del dolor llega cuando uno se libera de lo conocido.
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