De vez en cuando -más o menos cada 18 meses-, el veterano redactor de The Guardian Nick Davies entra en mi despacho, cierra la puerta con una mirada de complicidad hacia la redacción y empieza a contarme alguna cosa que pone los pelos de punta.
En junio del año pasado quiso hablarme de Julian Assange. Había leído que el pirata informático de pelo blanco (poco conocido entonces) había desaparecido con un lápiz de memoria lleno de millones de documentos secretos que los departamentos de Estado y de Defensa de Estados Unidos habían dejado escapar. Su plan era localizarlo... y luego que The Guardianpublicase todos esos papeles. ¿Me parecía buena idea?
A principios de 2009 había tenido un momento similar. Había descubierto que James Murdoch, el hijo y heredero del dueño de la empresa privada de medios de comunicación más poderosa del mundo, había llegado a un acuerdo secreto para pagar más de un millón de dólares a cambio de que se ocultaran unas pruebas de conducta delictiva dentro de la compañía. ¿Me interesaba?
La respuesta a las dos preguntas fue: por supuesto. A continuación tragué saliva al pensar en la dimensión y las repercusiones de las dos historias. Y después vi cómo Nick, siempre vestido de vaqueros y una cazadora de cuero marrón descaradamente pasada de moda, volvía a salir por la puerta para ir en busca de complicaciones.
Todo el mundo sabe cómo acabó WikiLeaks: un enjambre mundial de revelaciones y titulares, los Gobiernos de todo el mundo paralizados por el goteo diario de descubrimientos, diarios de guerra, cables secretos e indiscreciones diplomáticas. Y ahora todo el mundo sabe cómo acabó la historia de Murdoch: con una especie de arcada gigante de repugnancia ante lo que hicieron sus empleados y la paralización de una fusión multimillonaria por la votación parlamentaria más abrumadora que se recuerda. Un periódico rentable, que vendía millones de ejemplares cada semana, liquidado. El regulador británico de prensa, sin saber qué hacer.
Solo que la historia de Murdoch no ha terminado. Toca tan a fondo tantos aspectos de la vida cívica de Reino Unido y Estados Unidos -la policía, la política, los medios de comunicación, las leyes- que seguirá teniendo consecuencias durante meses e incluso años. Todo el mundo espera más detenciones. Hay numerosas demandas en tramitación en los tribunales británicos. Habrá dos investigaciones del ministerio fiscal, sobre el comportamiento de la prensa y el de la policía. Y quién sabe qué problemas causarán los accionistas de News Corp. y las autoridades reguladoras estadounidenses a medida que se enteren de más detalles sobre la gestión del brazo británico de la empresa familiar.
Volvamos a julio de 2009 y pensemos en lo diferente que podría haber sido. Hasta ese momento, la narrativa oficial era clara. Habían atrapado al corresponsal de News of the World para noticias de la casa real, Clive Goodman, pinchando los teléfonos de palacio. O, mejor dicho, Goodman había subcontratado para la tarea a un investigador privado, Glenn Mulcaire, que era experto en acceder a los mensajes de contestadores automáticos y en descifrar cualquier clave (por ejemplo, los números PIN) que una víctima hubiera podido colocar. La policía se abalanzó sobre ellos. Los dos hombres fueron a la cárcel, y News International aseguró a todo el mundo -la prensa, el Parlamento, la policía, el organismo regulador- que Goodman era una manzana podrida, pero aislada. El director, Andy Coulson, dimitió, protestando y afirmando que no sabía nada de todo aquello. Y así terminó la cosa.
El reportaje publicado en The Guardian el 9 de julio de 2009 desbarató esa versión. Demostró que había habido otro reportero que se había dedicado a transcribir mensajes de voz dejados en el teléfono del consejero delegado de la Asociación Profesional de Futbolistas, Gordon Taylor, y a enviarlos "a Neville" -una referencia al veterano jefe de reporteros de NotW, Neville Thurlbeck-. Es decir, había dos periodistas más del diario que estaban al tanto. Algún jefe debía de haber dado la orden al reportero, así que serían tres. Y un directivo con nombre (que tal vez había dado instrucciones al joven reportero, o tal vez no) había firmado con Mulcaire un contrato para darle una prima si conseguía hacerse con la historia de Taylor. En resumen, tres, quizá cuatro, además de Goodman.
Cuando se enteró de este nuevo caso, James Murdoch agarró el talonario, una decisión que ahora achaca a los consejos que le dieron en aquel momento. Volvió a hacerlo con otra situación, la del pinchazo del teléfono del publicista del mundo del espectáculo Max Clifford.
Pero las reacciones de otros organismos fueron igual de significativas. La policía anunció una investigación y, horas después, emitió un escueto comunicado en el que decía que no había nada "nuevo" que investigar. Por supuesto que no. Estaba todo en las 11.000 páginas de notas de Mulcaire, que habían confiscado en 2005, pero con las que habían hecho poca cosa.
News International consideró que el anuncio de la policía le daba la razón. La empresa emitió un comunicado lleno de chulería diciendo al mundo que The Guardian había engañado de forma deliberada al público británico. A su debido tiempo, la Comisión de Reclamaciones sobre la Prensa anunció las conclusiones de su propia investigación: no existían pruebas de que la teoría de la "manzana podrida" no fuera verdad. Para entonces, ni siquiera News International mantenía esa línea de defensa, pero el organismo regulador se había comportado como un perrito faldero.
Una comisión parlamentaria hizo todo lo que pudo para llegar al fondo de las cosas. Pero la consejera delegada de News International y antigua directora de The Sun y NotW, Rebekah Brooks, se negó a honrar a la comisión con su presencia. Uno o dos miembros han dicho posteriormente que se sintieron demasiado intimidados por la amenaza de lo que los periodistas de News International podían hacerles si insistían. Así que no lo hicieron.
Y la mayor parte de la prensa no se comportó mucho mejor. A esas alturas -para asombro general-, el hombre al que todos suponían próximo primer ministro, David Cameron, había contratado a Coulson como portavoz. Cuanto más se acercaba Cameron al 10 de Downing Street, menos ganas había de publicar nada negativo sobre Coulson. Comprendí (por si no me había dado cuenta antes) lo solitario que iba a ser el camino que habíamos emprendido en noviembre de 2009, cuando un tribunal de trabajo concedió a un experiodista de News of the World más de un millón de dólares en daños y perjuicios después de concluir que había sufrido a causa de la cultura de la intimidación practicada por Coulson.
¿Fue una noticia destacada? En absoluto. Ningún periódico, aparte de The Guardian,informó de ello en sus páginas al día siguiente. Parecía estar funcionando un principio de omertà por el que ni uno solo de los demás periódicos nacionales pensó que esa historia mereciera un centímetro de página impresa.Empezábamos a sentirnos muy solos en The Guardian. Nick Davies se había enterado de que Brooks había dicho a varios colegas que la historia iba a acabar con "Alan Rusbridger de rodillas, pidiendo clemencia". "Nos habrían destruido", aseguró Davies en un podcast de The Guardian la semana pasada. "Si hubieran podido, habrían cerrado The Guardian".
Si la mayoría de Fleet Street iba a mirar hacia otro lado, pensé que debía intentar ir a algún otro medio para impedir que la historia desapareciera, salvo por las noticias que Nick seguía publicando implacablemente en nuestras páginas. Llamé a Bill Keller, deThe New York Times. Unos días después, tres reporteros de este estaban sentados en una sala de reuniones más bien sosa de The Guardian mientras Davies trataba de explicarles los elementos básicos de una historia que a él le había costado años extraer de numerosos reporteros, abogados y agentes de policía.
Los periodistas de The New York Times se tomaron su tiempo -meses de un trabajo laborioso y excepcional que confirmó la veracidad de todo lo que Nick había escrito- y también abrieron otras puertas. Convencieron a una o dos fuentes para que salieran del anonimato. La historia provocó otra investigación policial poco entusiasta que no produjo resultados. Pero el hecho de que The New York Times estuviera investigando y la solidez de sus resultados animaron a otros. Los medios audiovisuales empezaron a hablar del asunto. Una de las dos víctimas emprendió una querella. Vanity Fair aportó su grano de arena. The Financial Times y The Independent trabajaron en la retaguardia. Cada vez más gente empezó a pensar que quizá sí había algo de sustancia en aquella historia, después de todo.
Mientras tanto, Cameron -contra todos los consejos- había designado a Coulson como jefe de prensa en el número 10. Justo antes de las elecciones, yo le advertí que teníamos pruebas que no podíamos publicar por motivos legales, pero de las que me parecía que él debía estar al tanto.
Se trataba de lo siguiente: en 2005, con Coulson de director, NotW había contratado por segunda vez, para ser uno de sus investigadores, a un tal Jonathan Rees, que acababa de salir de la cárcel después de cumplir una condena de siete años por plantar cocaína en las pertenencias de una mujer inocente. Ahora, Rees estaba de nuevo en prisión, en espera de juicio por conspirar para asesinar a su antiguo socio, un hombre que había aparecido en el aparcamiento de un pub con un hacha clavada en la cabeza. El pasado mes de marzo fue absuelto.
Era impensable que NotW no conociera sus antecedentes penales: The Guardian había publicado dos largos artículos sobre la pasada relación de Rees con el diario de Murdoch y con policías corruptos en 2002.
The Guardian no podía publicar nada de todo esto antes de las elecciones porque las leyes de prensa británicas prohíben a los periódicos escribir a propósito de personas sobre las que pesan acusaciones penales. Pero me pareció que Cameron querría saberlo antes de hacer nombramientos para su equipo de gobierno (también se lo dije a Gordon Brown, entonces primer ministro, y a Nick Clegg, actual viceprimer ministro).
Hace unos días, Cameron declaró que su jefe de gabinete nunca se lo dijo, pero no parece que le preocupara mucho en su momento. Pareció quitarle importancia y solo dio la impresión de estar un poco desconcertado. Nombrar a Coulson fue un error de juicio terrible, y él tiene que saberlo.
El punto de inflexión llegó hacia principios de año. El chorro de demandas civiles se convirtió en un torrente. La policía, por fin, se lo tomó en serio y designó un equipo de 45 personas para hacer lo que, de forma escandalosa, no se había hecho en 2006. Hasta ahora han dicho que han informado a 170 de casi 4.000 víctimas. El organismo regulador tiró a la basura su viejo informe. Y entonces llegó la revelación de Nick Davies de que NotW había pinchado el teléfono de la adolescente desaparecida Milly Dowler, y había borrado sus mensajes de voz para poder capturar otros nuevos. Ese acto -que había dado esperanzas a los padres de Milly durante los negros días antes de que se confirmase que había muerto asesinada- causó una ola de repugnancia de la que a NotW le iba a ser difícil recuperarse. Pocas veces una sola noticia ha tenido efectos tan volcánicos. De pronto, no había forma de mantener apartados de las pantallas de televisión a políticos, periodistas, policías y reguladores. Los oficiales de policía hicieron cola para pedir perdón por las muestras de negligencia y los errores de juicio. Los parlamentarios empezaron a decir de pronto, en voz muy alta, cosas que dos semanas antes solo se habrían atrevido a susurrar.
Alguien lo llamó la primavera de Murdoch. Hubo un reconocimiento general de que, desde hacía una generación o más, la vida pública británica se había moldeado a medida de los Murdoch. A medida que la empresa se hacía más grande, más próspera (el 40% de la prensa nacional y una cadena audiovisual con el doble de ingresos que la BBC) y más agresiva -y, como sabemos ahora, con un pequeño equipo de investigadores criminales a sueldo para presionar a cualquier personaje de la vida pública-, se asentó la idea de que no convenía molestar a esa gente. Uno necesitaba a Murdoch para salir elegido en Reino Unido, o al menos eso creían casi todos los políticos. Y -aunque nunca se decía- Murdoch también necesitaba cosas. No era un trato necesariamente corrupto, pero desde luego llevaba a la corrupción. Ahora, con un reportaje y una votación unánime en la Cámara de los Comunes, se ha roto el hechizo.
publicado en El País
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