Sonido Fulgor

sábado, 2 de febrero de 2008

"Reflexiones sobre el escribir" 3ra parte Henry Miller

A menudo pensé que me agradaría escribir un libro para explicar cómo escribí ciertos pasajes de mis libros, o tal vez sólo un pasaje. Creo que podría escribir un libro voluminoso nada más que sobre un pequeño párrafo de mi obra seleccionado al azar. un libro acerca de su principio, su génesis, su metamorfosis, su parto, acerca del tiempo transcurrido entre el nacimiento de la idea y su expresión, del tiempo que me llevo escribirlo, de los pensamientos que se me fueron ocurriendo a medida que lo escribía, del día de la semana, del estado de mi salud, de la condición de mis nervios, de las interrupciones que sobrevinieron - unas decididas por propia voluntad y otras impuestas por las circunstancias- , de la multiformes variedades de expresión concebidas cuando lo escribía, de las alteraciones, del punto en que suspendí la redacción para, al reanudarla, modificar completamente la tendencia original, o del punto en que dejé de escribir perspicazmente, semejante a un cirujano que trata de sacar el mejor partido de una intervención que comenzó mal, con el propósito de reanudar la redacción algún tiempo después, aunque así no lo hiciera o bien la reanudara siguiendo inconscientemente determinado rumbo, después de haber escrito otros libros y cuando el recuerdo del libro en cuestión estaba completamente desvanecido. O podría tomar dos pasajes -pasajes que la fría mirada del crítico, la mente analítica del crítico, toma como ejemplo de esto o de aquello y los despoja en forma absoluta de su verdadero sentido- y demostrar que un párrafo al parecer fácil me resultó laboriosísimo al paso que otro párrafo difícil, laberíntico, lo escribí como cantando, fue como un chorro de geiser. O podría mostrar cómo un fragmento originariamente concebido en la cama quedó transformado cuando me levanté, y nuevamente transformado cuando me senté a la mesa para escribirlo. O podía sacar mi libretita de notas para mostrar cómo el más remoto, el más artificial estímulo produjo una cálida flor humana pletórica de vida. Podría mencionar ciertas palabras descubiertas al azar mientras hojeaba las páginas de un libro y mostrar de qué modo se me impusieron... ¿pero quién podría adivinar cómo, de que manera, se me impusieron? Todo cuanto los críticos dicen acerca de una obra de arte, aun los mejores ensayos, aun los ensayos más sólidos, convenientes, plausibles, aun los escritos con amor, cosa que rara vez ocurre, no es nada comparado con la mecánica real, la verdadera génesis de una obra de arte. Recuerdo mi obra, no palabra por palabra, desde luego, pero de un modo más cabal, más digno de confianza; toda mi obra ha venido a parecerse a un terreno del cual yo hubiera realizado un cabal estudio geodésico, aunque no desde la mesa de trabajo, con pluma y regla, sino por contacto directo, andando a cuatro patas, arrastrándose por el suelo pulgada por pulgada, y esto a lo largo de un periodo de tiempo interminable y bajo todas las condiciones climáticas. En suma, me siento tan cerca de la obra ahora como cuando la escribía, y quizás más cerca aún. El final de un libro jamás tuvo importancia para mí; podría haber finalizado de mil modos distintos, y por lo demás ninguna parte de él ha quedado rematada. Podría reanudar la narración en cualquier punto, llevarla adelante, construir canales, túneles, puentes, casas, factorías, poblarlos con otros habitantes, otra fauna y flora, y todo esto sería tan verdadero como lo anterior. En realidad, para mí no hay un comienzo ni un final. Así como la vida comienza en determinado momento, a través de un acto de comprensión, lo mismo ocurre con la obra. Pero cada comienzo, sea de un libro, de una página, un párrafo, una oración o frase, señala una conexión vital, y yo me sumerjo una y otra vez en la vitalidad, la perdurabilidad, la eternidad e inmutabilidad de los pensamientos y sucesos, de actos, de pensamientos, de emociones, deseos, de evasión, de frustración, de sueños, de ensueños, de humoradas o caprichos, hasta las naderías que no han cobrado forma y que flotan indiferentemente en mi cerebro como sueltos filamentos de una tela de araña. No hay nada que sea realmente vago o tenue; hasta las nonadas son ásperas, duras, definidas, perdurables. Como la araña, vuelvo una y otra vez al trabajo, consciente de que la tela que estoy tejiendo está hecha con mi propia sustancia, de que nunca me traicionará, de que nunca se agotará.


continuará...

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